viernes, 10 de diciembre de 2010

El mobiliario de la casa de Leguizamón

Mientras, ante la mirada impávida o impotente de las burocracias, los expertos y algunos aficionados influyentes pujan por resolver cuál sea la técnica más adecuada de restauración, la casa que fuera de don Juan Galo de Leguizamón y su familia, ubicada en la esquina de las actuales calles Caseros y Florida, amenaza ruina.

Aquel debate, que a muchos nos parece eterno, no atina a decidir si la restauración ha de hacerse a partir del adobe o, por el contrario, incorporando crecientes dosis de cemento.

En cualquier caso, la que fuera espléndida casona colonial sigue sufriendo a ojos vista las inclemencias de lluvias torrenciales y de soles de justicia que debilitan día a día su frágil estructura bicentenaria. Las tempestades, sumadas a viejos pleitos, a absurdos debates y a la consabida negligencia administrativa, pueden terminar derrumbando la casa, dañando así de un modo irreparable a nuestro patrimonio colonial.

Reconstruir la casa es un imperativo histórico, además de una excelente inversión turística. Sobre todo ahora, cuando muchos comienzan a descubrir que Salta supo tener su edad dorada; un tiempo donde quienes acumularon riqueza se esforzaron por refinar sus gustos y mostrar sus raíces europeas. Resulte, entonces, de sumo interés preservar las señas de aquel tiempo.

Nuestro castigado y menguado patrimonio histórico es, no obstante, una prueba más de aquel lejano esplendor que hoy llama la atención de historiadores, preocupados por explicar cómo hacia finales del siglo XVII, en este rincón del mundo, florecieron patrimonios y familias que se insertaron en las redes del comercio regional, asimilaron las reglas del buen gusto europeo y tejieron sólidos vínculos políticos y sociales con las elites de la pampa húmeda.

Son pocos los salteños vivos que conocieron esta distinguida casa que supo entusiasmar a Manuel Mujica Láinez. Pero, gracias a la prudente y oportuna decisión, adoptada en 2008 por el entonces Secretario de Cultura, de poner a salvo los muebles y restaurarlos, tenemos ahora la posibilidad de conocer, al menos, parte de sus brillos y decorados. Bastará con visitar la exposición abierta en la Casa Arias Rengel, ubicada en Florida 20.

Con el añadido de que podemos admirar no sólo la obra de maestros victorianos del mueble, de diseñadores de la Francia imperial, de ebanistas italianos, sino también el buen hacer de artesanos salteños que han restaurado sabiamente verdaderas obras de artes, conservando estilos, texturas y acabados.

Este proceso de conservación y restauración de sillas y sillones, de espejos y cuadros, de pianos y pequeños objetos decorativos, ha preservado o recuperado a poco más de un tercio del patrimonio inventariado como perteneciente a la casa Leguizamón.

Si bien la muestra constituye un acierto a celebrar, la mora en abordar la restauración de la Casa es algo que debería preocupar al señor Gobernador.

martes, 7 de diciembre de 2010

Ella, a mis 16 años

La conocí en 1961, recién arribado a Tucumán a iniciar mi carrera de Derecho. Estudiaba yo tranquilamente en los salones de la elegante biblioteca, cuando una algarabía me alertó de que algo estaba sucediendo en el patio de la Facultad. Allí los estudiantes radicales, socialistas y comunistas se manifestaban en contra del desembarco de tropas anticastristas en Bahía de los Cochinos con el propósito de abortar la Revolución Cubana.

Allí estaba Ella, espléndida, convincente, indignada, explicando a los alumnos, sus compañeros, la necesidad de reaccionar contra el atentado imperialista. Sus ojos, enormes, bellos y azules, transmitían una pasión que me era desconocida a mis 16 años de salteño profundo y casi inocente. Había ocupado ella la improvisada tribuna antes de que lo hiciera Guillermo Garmendia, aquel líder reformista tucumano que inmediatamente concitaría mi admirada adhesión, por su oratoria encendida, por su inteligencia notoria y por sus finos modales típicos del socialismo juan-be-justista.

Es muy probable que fuera Ella quién me afiliara al Centro de Estudiantes de Derecho y guiara mis primeros pasos de agitador estudiantil, acercándome manifiestos y libros que hablaban de la "unión obrero-estudiantil, del nefasto imperialismo yanqui y de su socio vernáculo: la oligarquía vacuna y azucarera". Conocí también, desde un discreto segundo plano, algunas de sus poesías juveniles y sus dotes actorales.

Como era casi inevitable me enamoré pronto, pese a que ella era varios años mayor que yo y pese a que mi aire aniñado marcaba distancias por ese tiempo enormes. Sin embargo, nuestra fraternal relación alcanzó para que Ella, la protagonista que evoco respetuosamente en esta columna, me transmitiera algunas claves galantes que me acompañan hasta hoy:

Admiración por quienes logran seducir con las palabras; preferencia por determinados aromas; buenos modales entre los sexos; respeto por la identidad femenina; simpatía por la mujer madura, son de algún modo herencia de aquella relación que, por años, quedó reflejada en las paredes de la Facultad de Derecho en donde un amigo irresponsable grabó, para mortificarnos, nuestros nombres enlazados dentro de un tosco corazón.

Al recibirme de abogado y regresar a Salta, dejé de verla, aun cuando antes de esto ya nuestros caminos se habían bifurcado definitivamente.

Con el tiempo me asaltó la inquietud de buscarla para saber de su vida. Temí que hubiera sido asesinada en tiempos de la dictadura. Pero nunca supe de ella hasta que di con un libro que recoge testimonios de sus pasiones políticas y apuntes literarios, escritos hasta su muerte ocurrida en el año 2000.

Más allá de sus respetables y razonadas ideas, tuve la enorme alegría de ver de nuevo su bello rostro y descubrir las pistas que me permitieron, Internet mediante, escuchar su envolvente voz arengando multitudes.