domingo, 27 de enero de 2013

La criminalidad de los gobernantes

Como lo acredita la historia política de la humanidad, ningún Estado (democrático o autoritario), ha estado ni está exento de que sus gobernantes cometan delitos aprovechándose del poder que detentan; ocurrió antes, sucede ahora y es probable que siga ocurriendo por los siglos de los siglos. Por tanto, el gran desafío de las sociedades democráticas es crear reglas e instituciones aptas para evitar la criminalidad de sus gobernantes y, en su caso, para castigar de forma rápida, justa y contundente a quienes hayan incurrido en tan deleznables conductas. De la forma cómo se resuelva este desafío depende la salud moral de las naciones, pero también que las personas honestas y capaces se atrevan a competir electoralmente o a aceptar cargos ejecutivos.

En general, como recuerda Luis María DIEZ PICAZO ("La criminalidad de los gobernantes", Editorial CRITICA, España - 1996) los Estados democráticos se han dotado de varios ámbitos dentro de los cuales se dilucidan las responsabilidades por el desempeño de cargos políticos.

Las responsabilidades políticas
El primero de esos ámbitos se rige por principios políticos que, por ejemplo, obligan al sospechado ponerse a disposición de los jueces, facilitar la investigación y, llegado el caso dimitir sin perjuicio de ejercer su defensa y ampararse en la presunción de inocencia. Por supuesto las citas electorales son el gran tribunal donde se depuran las responsabilidades políticas por delitos, por impericia o fracasos; en las urnas, los ciudadanos tienen la oportunidad de castigar a ineptos y corruptos.

Sin embargo, hay que alertar contra las manipulaciones del poder para descalificar a opositores y encubrir a los amigos. Una tarea sencilla en aquellas naciones donde el poder del Estado controla los medios de prensa y sus líderes -relegibles y carentes de escrúpulos- mienten para destrozar la honra y las carreras políticas de sus adversarios.

La presencia de partidos políticos contribuye a mejorar la selección de gobernantes y, también, a excluir de la vida cívica a quienes se corrompen. Para lograrlo disponen de tribunales de conducta que prestan señalados servicios a la moralidad pública. A su vez, los cuerpos de control republicano (sindicaturas, auditorias, comisiones parlamentarias, consejos con representación de las minorías) son otra barrera contra la criminalidad de los gobernantes.

Adviértase entonces que quienes gobiernan despreciando la ley y están dispuestos a enriquecerse, procurarán destruir a los partidos políticos, bregarán por relecciones indefinidas, desatarán campañas difamatorias, controlarán la información que pudiera afectarles y se esforzarán por dominar o esterilizar a los órganos de control.

La responsabilidad penal de los gobernantes
Dando por descontada la existencia de Códigos Penales sin fisuras por donde puedan filtrarse impunidades, el castigo de los delitos cometidos desde el gobierno depende de la existencia de jueces independientes y dotados de los medios necesarios para investigar delitos complejos.

La independencia judicial es vital entonces no solo para castigar a los culpables, sino también para absolver a los inocentes y romper las mallas de protección que desde el poder suelen tejerse para ocultar los delitos propios. Existe, no obstante un problema que es necesario abordar para lograr sentencias justas y rápidas: la injerencia de los gobiernos sobre los jueces. Una intervención, ciertamente perversa, que se ejerce unas veces controlando los órganos de nombramiento, superintendencia y disciplina del Poder Judicial, y otras, lanzando campañas para influir en la opinión pública, bien desacreditando a los jueces, bien poniéndolos en la encrucijada de tener que absolver o condenar a quienes ese mismo poder, antes y en sus discursos públicos, condenó o absolvió.

La responsabilidad ética
Las democracias adelantadas abrieron el camino de este orden de responsabilidades creando Tribunales de Ética. Un camino que siguió la Argentina (y que debieran seguir la Provincia de Salta y el Municipio de la Capital) al promulgar, al final de los años 90, la Ley 25.188, que sin embargo nadie se atrevió a profundizar poniendo en marcha la Comisión Nacional de Ética Pública, un ente que debería funcionar en el ámbito del Congreso de la Nación, con participación de las minorías, y cuya ausencia priva a nuestro país de una poderosa herramienta de control con capacidad para emitir sanciones ético-políticas.

Estos graves problemas se vincula estrechamente con otro de gran envergadura: El financiamiento de la política y de las elecciones que, también en la Argentina y en Salta, demandan cifras multimillonarias que, en muchas ocasiones, sobre todo en casos de debilidad de los partidos políticos, se obtienen de fondos oscuros que proveen la delincuencia política o común, o personas interesadas en lograr retornos y tratos de favor.

La criminalidad de los gobernantes es un problema en donde se juega la viabilidad de la democracia. Pero es buen advertir que la vieja costumbre de “meter la mano en la lata” viene hoy amparada y potenciada por nuevas redes y cerebros que saben que la mejor manera de lograr impunidad es sembrar la sospecha de que todos quienes frecuentan la política son malvados y delincuentes.