domingo, 21 de octubre de 2012

Delegación, estatismo y apatía empobrecen nuestra democracia

Algunos argentinos piensan que la democracia es la simple ausencia de un gobierno a cargo de las fuerzas armadas; para otros, la democracia esta circunscrita al ejercicio periódico del voto para elegir gobernantes y legisladores. Están también quienes analizan la democracia atendiendo al funcionamiento de los poderes públicos.

Si bien la democracia es todo eso, la cultura política dominante tiende a ignorar o infravalorar otros aspectos que hacen al contenido esencial de la democracia como forma de organización de la vida en comunidad. La vigencia de las libertades y derechos fundamentales, la atención a los objetivos de justicia e integración social y territorial, la participación activa de los ciudadanos en los asuntos comunes, la tutela de los derechos de todas las minorías, la promoción de los valores republicanos, y la ética de la solidaridad, forman parte inexcusable del concepto de democracia.

En nuestro país se extiende también un sentimiento de frustración respecto del funcionamiento de la democracia representativa. Cada día somos más quienes pensamos que algo no anda bien en el ámbito institucional y en la vida cívica, sin que -hasta ahora- hayamos sido capaces de elaborar un diagnóstico ni una alternativa compartida para lograr que la democracia dé sus mejores frutos.
A mi modo de ver, la democracia argentina se caracteriza por: a) La deformación del principio mayoritario (muchos pretenden que el 54% habilita para destruir minorías y disidencias, y para avanzar en contra de la Constitución); b) Un exceso delegacionista potenciado por la ausencia de controles republicanos; y c) La escasa vocación de los ciudadanos por ocupar los espacios de autonomía colectiva.
Habiendo abordado en notas anteriores el concepto de democracia constitucional (que armoniza la regla mayoritaria con los principios democráticos superiores), me referiré a continuación a los otros dos factores que empobrecen nuestra democracia.

Delegación excesiva y sin controles

En nuestras prácticas políticas el elector concede amplísimos poderes a sus representantes quienes, en realidad, actúan sin mandato y no pueden ser revocados. A su vez, la destrucción de los partidos políticos y el caudillismo promueven el alejamiento del elegido respecto de sus electores. Si bien el votante puede expresar su malestar o disconformidad, no cuenta con canales eficaces para controlar, imponer rectificaciones o revocar mandatos.

La mayoría hoy gobernante procura someter a los órganos de control, trátese de jueces, síndicos o auditores, o minimiza su papel. Para colmo de males, la parálisis de la vida partidaria y la exacerbación del voto mayoritario, favorecen tal deformación que transfiere la soberanía desde el pueblo a los ocasionales representantes. El voto, como sucede en Salta, instituye soberanos, no representantes.    

Estatismo versus autonomía
En las democracias avanzadas, el Estado tiene grandes responsabilidades y competencias que, sin embargo, no alcanzan para eclipsar la actuación autónoma de los ciudadanos voluntariamente organizados en sindicatos y otros entes no gubernamentales que canalizan inquietudes diversas y plurales.
En nuestro país el tejido asociativo es harto precario. A raíz de las debilidades de nuestra cultura democrática y de una cierta apatía cívica, los ciudadanos no acertamos a ocupar todos los espacios que una verdadera democracia deja abiertos a la iniciativa autónoma.
Sucede que, dentro del manipulado debate entre estatismo y liberalismo, las fuerzas gobernantes identifican “progresismo” con intervención masiva del Estado y descalifican como neoliberales la defensa de los espacios de autonomía colectiva. En este sentido, no deja de sorprenderme la resistencia de los laboralistas locales a los procedimientos autónomos de solución de los conflictos del trabajo que, vistos en las democracias avanzadas como un factor de progreso, son presentados aquí como un intento de desarmar al Estado. 

En realidad, aquella intervención del Estado avasalla la libertad de asociación de los trabajadores, e intenta controlar por todos los medios -como sucede en Salta- a los colegios profesionales, centros vecinales y estudiantiles, bibliotecas populares, comedores barriales, asociaciones de objeto único, fundaciones, clubes deportivos y demás ONG’s. La asignación de recursos públicos a los amigos, el desembarco de batallones oficialistas en la dirección de colegios y centros, la burocratización que limita la libre asociación, son algunos de los medios estatizantes (o totalizantes).

Pero del lado cívico también existen comportamientos que conducen a asfixiar la autonomía y a otorgar indebido protagonismo al Estado. Así sucede, por ejemplo, cuando los ciudadanos piensan que son los gobiernos los encargados de resolver todos los problemas y conflictos, renunciando a ejercer sus responsabilidades o a crear órganos participativos de gestión o encauzamiento.

Si bien el estatismo excluyente de la autonomía colectiva es genéticamente pernicioso, constituye un sarcasmo en ámbitos municipales en donde las necesidades humanas (individuales y colectivas) son de tal magnitud que reclaman la suma de esfuerzos públicos y privados, como sucede, por ejemplo, en las áreas más pobres de Salta donde, paradójicamente, los municipios carecen de aptitudes y recursos.