lunes, 17 de septiembre de 2012

La difícil e impostergable pacificación de la Argentina

Quienes lideraron el largo decenio kirchnerista ejercieron el odio como arma vertebradora de su estrategia y descubrieron los réditos políticos del miedo. El odio disgregador y el miedo que provoca deserciones y socava dignidades fueron, en realidad, dos de los principales motores del ciclo.
La manipulación de la historia reciente y la férrea decisión de dividir a la Argentina contemporánea en dos campos irreconciliables, sirvieron para que nuestro país retomara el trillado y penoso camino de los desencuentros. Un camino que, en momentos trágicos, nos condujo al terror y al remplazo de la política por las armas.
En los tiempos que corren, la paz tiene -a mi entender- al menos tres componentes: una dimensión mundial (caracterizada por la existencia de relaciones de diálogo, cooperación e intercambios entre naciones); una dimensión cívica (los disensos y conflictos se procesan dentro de los carriles de la democracia pluralista); y una dimensión ambiental (el hombre desarrolla sus actividades sin destrozar los equilibrios básicos de la naturaleza). Por tanto, la paz no es la ausencia de conflictos, sino una esquiva meta humanista que demanda la movilización de ideas y voluntades.
Cuando me refiero a la necesidad de pacificar nuestro país, pienso en dos graves conflictos que, mal planteados y peor tramitados, están entrando en la peligrosa fase donde los antagonistas redoblan sus apuestas.
 
Los conflictos cívicos generados por el mesianismo sesentista
En los años sesenta, los sectores mas activos de mi generación, en sintonía con la revolución cultural nacida en el mayo francés, abrió un peligroso cisma que, despreciando la democracia, proponía la entronización de un ambiguo hombre nuevo y la inmediata reinstalación del paraíso terrenal.
Eran tareas que debíamos emprender por cualquier medio, despreciando costos y utilizando también, como no, las herramientas del odio y del miedo. Una desafortunada frase de Mao que Perón asumió como propia (“al amigo, todo; al enemigo ni justicia”), marca el clima de época sesentista.
Algunos de mis congéneres eligieron el mesianismo y la violencia terrorista; fueron respondidos por un mesianismo y un terror igualmente radicales, aunque de signo contrario. Estos actos recíprocos envenenaron y envenenan la vida política y cívica de los argentinos.
Mi generación tiene, entonces, una deuda histórica: Cancelar aquel conflicto que, por la demencia de algunos, tiñó de sangre, dolor y odio nuestra vida en comunidad. Por eso celebro los esfuerzos por asumir responsabilidades que están llevando a cabo muchos de quienes empuñaron las armas (es el caso de Héctor Ricardo LEIS y su “Testamento de los años 70”). 
Añado que la defensa numantina del terrorismo de Estado y la voluntad de esconder la verdad expresan tanto la contumacia de quienes lo practicaron como el fracaso de una juridicidad asimétrica, ad hoc y pretendidamente reparadora.

La degradación del ambiente
La feroz agresión que las actividades humanas despliegan contra el ambiente son una penosa realidad en nuestro país y, muy especialmente, en Salta.
La actitud del Estado oscila entre el discurso proteccionista y la criminal renuncia a ejercer los poderes y responsabilidades que los tratados internacionales y las leyes ponen en cabeza de gobernantes y jueces.
Pero no es mejor la actitud ciudadana: Muchos desconocen o minimizan el impacto ambiental de las actividades humanas. Unos pocos lucran con la negligencia del Estado y con la irresponsabilidad cívica. Y una minoría clama en el desierto contra la tala indiscriminada de bosques, la destrucción de identidades urbanas, la contaminación de ríos, la dilapidación de recursos naturales, el calentamiento global y las “islas de calor”.
En Salta, nuestra precaria cultura política, monopolizada por el populismo, tolera que el rio Arenales se haya convertido en una cloaca y, curiosamente, rechaza al ambientalismo descalificándolo como expresión egoísta de la derecha.

Reconstruir la paz en su triple dimensión
Los argentinos deberíamos velar para que nuestro país sea un agente de la paz mundial. Deberíamos también procurar rencontrarnos en los caminos que conducen a la paz cívica y ambiental.
Si bien no contamos con la ayuda del actual Gobierno, responder al extremismo kirchnerista con prédicas basadas en el odio anti-kirchnerista resulta inconsistente con el objetivo pacificador. Sobreponiéndonos al mesianismo gobernante tendríamos que pensar el post kirchnerismo como una etapa de reconciliación y de consensos; al menos si no queremos condenar a las futuras generaciones a un nuevo ciclo de odios, de miedos e incluso de terror.
En este sentido, la relección presidencial, posible solo violando los principios republicanos y redoblando la estrategia basada en el odio y el miedo, atenta contra la paz de los argentinos. El respeto a la Constitución Nacional (felizmente reformada en 1994) y a sus valores, es el cauce inexcusable hacia la imprescindible pacificación y hacia la regeneración política.