viernes, 22 de julio de 2011

Animales sueltos, ministro ineficaz

Los animales sueltos son una peligrosa plaga en nuestros caminos y rutas. La situación bien puede reflejar aspectos de nuestras costumbres cívicas, de nuestras prácticas administrativas y de nuestro ordenamiento jurídico.

Si bien en alguno que otro caso la presencia del animal suelto en los caminos es consecuencia de la rebeldía, audacia o inconsciencia del animal (o sea, de su propia condición animal), en la mayoría de las ocasiones la responsabilidad es de un propietario que omite las elementales precauciones o que, incluso, suelta al ganado para que paste, gratis, a la vera de los caminos. Este desaprensivo señor, que unas veces presume de gaucho y otras de ganadero, muestra la peor faceta de nuestras costumbres inciviles.

Por el lado de la administración, en este caso de la policía, la situación es francamente grave. Las fuerzas de seguridad carecen de medios, de habilidades y de instrucciones suficientes para hacer frente a tan peligrosa presencia caminera.

Tanto el 911 como las comisarias o la incipiente policía vial carecen de vehículos y de personal en condiciones de secuestrar a los animales sueltos. Por lo tanto, recibida la denuncia, la precaria patrulla se limita a constatar el hecho o a espantar a caballos y vacas hacia caminos de tierra, transitados por gente no acostumbrada a denunciar, trasladando el riesgo sin suprimirlo.

Cuando por una de esas casualidades los esforzados policías, ayudados por vecinos solidarios, logran someter a tan incómodos y peligrosos transeúntes, en las comisarías y destacamentos no hay sitio para albergarlos, ni vehículos para trasladarlos, por ejemplo, a La Isla en donde funciona nuestra caballería policial.

Resulta entonces inevitable que esos animales sean pronto, casi inmediatamente, restituidos a sus vandálicos dueños, en algunos casos previo pago de una multa irrisoria. Nuestro salvaje vecino, prudente, deja pasar unos días al cabo de los cuales sus animales regresan a los caminos, a comer gratis, a amenazar a los vianantes.

A su vez, el ordenamiento jurídico pena y correccional poco menos que obliga a que se produzca una muerte o accidente con lesionados para habilitar la actuación de la justicia. O sea, a trasmano de los modernos ordenamientos jurídicos, aquel que genera un riesgo cierto y grave, está exento de responsabilidades hasta que ese riesgo se traduce en muertes y daños.

Este delicado asunto está en manos de nuestro Hombre de Ley, o sea de nuestro Ministro de Seguridad, hoy candidato a Diputado Nacional.

Sería bueno que dejando atrás tanta retórica de la esperanza y otras zarandajas, el alto funcionario se abocara a la solución de este problema, dotando a la Policía de los elementos necesarios e impulsando las reformas legislativas que sean necesarias para reducir la presencia de animales sueltos y castigar a sus salvajes propietarios.

martes, 19 de julio de 2011

Nuestra calle Deán Funes

La calle Deán Funes de nuestra ciudad de Salta tiene, a mi entender y seguramente porqué nací y viví allí mis primeros 20 años, un sabor especial, profundamente salteño, vale decir, plural, abierto tanto a lo tradicional como a las novedades y herejías.

Pese al implacable crecimiento de los edificios altos y palacetes de mal gusto que reemplazan a las casas bajas y cargadas de historias de provincia, la calle mantiene su encanto, su elegancia y un cierto aire inocente que puede engañar a quién desconoce claves ancestrales.

En sus primeras seis cuadras, vivieron mujeres de talento, damas hermosas, señoras hacendosas unas y comodonas otras, hombres ilustres, pícaros irredentos, emprendedores exitosos, soñadores de todos los sueños, como aquel empeñoso minero siempre usurpado, trotador de tribunales.

Allí se sucedieron altercados pasionales, ensayos artísticos, duelos deportivos, asambleas sindicales, atentados terroristas, subrepticias reuniones políticas; allí nacieron conjuntos folklóricos, clubes de barrio, amistades y rivalidades eternas.

Vendedores ambulantes hindúes, sirios, vallistos, iraquíes e italianos traficaron frutas y verduras, helados y panes, relojes y peines, tamales y leche sin pasteurizar, higos y tunas.

Ciegos majestuosos tocaron timbres anunciando el inminente fin del mundo; gitanas de extraña belleza dijeron la buenaventura desafiando la maledicencia y lanzaron maldiciones horrendas a los donjuanes de barrio; nietos desagradecidos ofendieron a nobles abuelas; solterones elegantes cotejaron por años a repintadas señoras maduras.

En sus casas modestas o lujosas ejercieron sus oficios médicos, procuradores, "avenegras", circunspectos abogados, filatelistas esquilmados, escribanos, dentistas (algunos, con torno a pedal), fieles mucamas, cocineras, mecánicos, carniceros (como aquel que cortó de un solo tajo el dedo a una clienta impertinente), botelleros, mimbreros-guitarristas, fabricantes de pastas, traficantes de libros usados (que rebajaban los precios según el estado del lomo de los libros).

Funcionaron allí incluso un gran taller metalúrgico y la injustamente olvidada Oficina Simpson, que emitía moneda barrial y realizaba trámites kafkianos carentes de sentido y finalidad.

Las esquinas nocturnas y arboladas de nuestra calle Deán Funes, también sus largos zaguanes, eran escenarios de furtivos encuentros entre empleadas del hogar y militares sin graduación, pero también de jovenzuelos que se animaban a buscar amores inocentes y pasajeros en la cómoda cercanía de sus casas.

Las mañanas soleadas servían de marco a los paseos de gente ilustre, de sombrero y bastón, que circulaba sin rumbo fijo, silbando y deteniéndose a cada rato para saludar y conversar con el vecindario.

De entre estos ilustres vecinos o paseantes quiero hoy destacar a dos de ellos: a Don Guillermo Usandivaras, pintor de jerarquía cuyas obras han comenzado a exhibirse en nuestro Museo ubicado en la esquina de Belgrano y Sarmiento; y a Don José Hernán Figueroa Araoz, poeta y escritor de relieve.

Mientras el primero de ellos está recibiendo un justo reconocimiento con la exposición que comparte con el pintor Ignacio Colombres, los admiradores de la obra del segundo esperamos la reedición de su obra, que bien pudiera encarar la Fundación Atilio Cornejo, que está agitando sanamente el mundo editorial salteño.