Un amigo que tiene a bien escuchar mis columnas en “Compartiendo su Mañana”, me manifiesta su sorpresa porque en varias de ellas usé el término oligarquía, una palabra que parece haber perdido su fuerza y el prestigio ganado en ciertos círculos intelectuales de señalada influencia en los años sesenta y setenta.
Según los diccionarios, oligarquía es el gobierno de unos pocos, ya se trate de una familia o de una casta. Por extensión, la oligarquía es un grupo que, además del Gobierno, logra controlar los resortes del poder económico e imponer pautas de actuación social.
En Salta, a lo largo de nuestra historia, la palabra se cargó de significados levemente diferentes.
Así, fue utilizada por uno de los dos partidos hegemónicos en el siglo XIX (el orticismo) para referirse a sus adversarios (los Uriburu). Más tarde, en los años sesenta, fue usada para denostar simultáneamente a los herederos de aquellos dos viejos partidos/familias. En realidad, en estos años, la palabra servía para identificar, con sentido peyorativo, a las autodenominadas familias beneméritas.
Desde entonces y como es notorio, las cosas han cambiado mucho en nuestra Provincia. No obstante, cabría preguntarse si estos avatares han hecho desaparecer o no a la oligarquía. Sin pretender responder a esta pregunta, me atrevería a adelantar que hay nuevos grupos que detentan el poder (no sólo político) con pretensión hegemónica propia de las oligarquías.
Para identificarlos, más que repasar la lista de altas autoridades de los últimos treinta años, habría que referirse a cuatro atributos esenciales: El primero es la ambición por poseer grades extensiones de tierras compradas a buen precio. El segundo es la voracidad por el agua para regar plantaciones y mansiones. El tercero, es la relación de distante desprecio que sus agentes mantienen con el común de los mortales. El último, la pretensión (a veces lograda) de vivir por encima de la ley.
Hay muchos trabajos históricos sobre la propiedad de tierras, pocos dedicados a los derechos de agua, pero ninguno referido a la fascinante trayectoria de la segunda mitad del siglo XX.
Si alguien se tomara la tarea de bucear en nuestra realidad política y económica, seguro que podría construir un mapa de los nuevos individuos y grupos que concentran el poder con vocación excluyente. Y podría, además, identificar los territorios donde se asientan los nuevos poderosos que han sucedido a los que antaño reinaban desde La Caldera.
Los eventuales investigadores de este fenómeno salteño, tropezarían con una dificultad: La inexistencia de un marco teórico que vincule oligarquía y desprecio. Una carencia que probablemente se deba a que en otras latitudes, los poderosos, más inteligentes y antiguos que los locales, no ejercen el desprecio social como manifestación de su poder superior.
jueves, 16 de diciembre de 2010
Mi tía Sarita
Desde muy joven mi tía Sara Adela se rebeló contra el orden establecido negándose a estudiar magisterio y declarándose inútil para las labores manuales típicamente femeninas como el coser y el bordar.
Mientras su rebeldía maduraba, se zambulló en la bien surtida biblioteca hogareña, dispuesta a no respetar las prohibiciones dictadas por las autoridades eclesiástica y familiar. Fue así que leyó, por primera vez, al anatematizado Gabriel D’ANUNZIO, al excomulgado José María VARGAS VILA, y al pecador Alejandro DUMAS; también a Emilio SALGARI, tolerado por las furias.
Eran tiempos en donde el control de las lecturas corría a cargo de la Iglesia que su limitaba a publicar, en la puerta de los templos, listados de autores prohibidos y a augurar los fuegos del infierno a todo aquel que contraviniera su vetos absolutos. Fue bastante después, en los años 70, cuando ciertos Coroneles iletrados y de triste memoria decidieron quemar libros en plena Plaza 9 de Julio, y obligaron a otros perseguidos a la penosa auto-incineración de textos sospechados.
Sara Adela, sintiendo verdadero horror a convertirse en un retrato robot de la típica niña de provincias, rechazó enfáticamente seguir el plan al que por ese entonces debían someterse las jóvenes de la clase media salteña y logró que sus padres aceptaran su decisión de viajar a Buenos Aires para estudiar Filosofía y Letras.
Quiso trabajar (y trabajó) mientras cursaba la carrera (tenía la obsesión de contribuir a la modesta economía de su familia en Salta), y pronto se liberó de las agobiantes reglas del Colegio de Señoritas en donde se albergó nada mas llegar. Su salud le impidió concluir su carrera, pero pudo asistir a clases de personalidades como Ricardo ROJAS o Cristofredo JACKOB, y a disertaciones de Alicia MOREAU de JUSTO y Rabindranath TAGORE, que influyeron en su visión de la vida y del mundo.
Agobiada por la interrupción de sus estudios, regresó a Salta donde volvió a rechazar ofrecimientos para desempeñarse como maestra que terminaron de decidirla a trasladarse a Córdoba a seguir la carrera de Odontología. Así fue como, afortunadamente para ella y su familia, terminó convirtiéndose en la primera dentista salteña que ejerció en la ciudad.
Aunque había decidido no hablar nunca de ello, se enamoró como solamente lo hace una mujer independiente, una tercera mujer, pero un drama le arrebató a su amor y la sumió en una profunda tristeza. Hasta que llegó de Polonia el magnífico caballero que sería su marido hasta el fin de sus días.
Le apasionaba tanto lo local como lo universal, y vivió las tensiones de una auténtica cosmopolita. Volcó sus esfuerzos solidarios con la gente y con la Iglesia del pueblo de sus amores (Coronel Moldes). Albergó a muchos europeos, generalmente médicos, que huían con sus familias de la gran guerra y de sus consecuencias ulteriores.
Se enroló, sin que ello desmintiera su juventud rebelde, en el sector mas avanzado de la democracia cristiana y participó activamente desde allí en la política salteña, bien es verdad que con las restricciones que imponían la pertenencia a un partido de ideas y minoritario.
Sobresalió siempre por su elegancia, por sus modales refinados y por el toque femenino que sabía dar a todas sus actividades sociales y profesionales. Fue una excelente anfitriona (poseyó el arte de recibir) y una amena, culta e incansable conversadora. Sin embargo, sus tertulias poco tenían que ver con los clásicos y consabidos te-canasta que convocaban ciertas damas de su generación.
Recorrió el mundo y sus regresos eran motivo de enormes reuniones familiares en donde sus sobrinos disfrutábamos de sus detallados relatos de las ciudades ultramarinas que visitaba, siendo Roma (sus iglesias), Cracovia (sus jardines) y el Palacio de la Princesa LUBOMIRSKI los sitios que describía lujosamente. En los años 70 volvió a viajar, pero esta vez su principal motivación era estar cerca de sus familiares exiliados en Madrid.
Soy varias veces deudor de Sara Adela. No sólo por aquellas visitas solidarias, sino desde el punto de vista de mi acotada cultura literaria: Ella fue quién me “presentó” a Gabriel D’ANUNZIO (autor que a sus 95 años seguía leyendo en italiano) y, fallecida ya y gracias a la entrevista que le hicieran las profesoras Raquel ADET y Miriam CORBACHO, me condujo al espléndido José María VARGAS VILA y a sus poemas sinfónicos.
Mientras su rebeldía maduraba, se zambulló en la bien surtida biblioteca hogareña, dispuesta a no respetar las prohibiciones dictadas por las autoridades eclesiástica y familiar. Fue así que leyó, por primera vez, al anatematizado Gabriel D’ANUNZIO, al excomulgado José María VARGAS VILA, y al pecador Alejandro DUMAS; también a Emilio SALGARI, tolerado por las furias.
Eran tiempos en donde el control de las lecturas corría a cargo de la Iglesia que su limitaba a publicar, en la puerta de los templos, listados de autores prohibidos y a augurar los fuegos del infierno a todo aquel que contraviniera su vetos absolutos. Fue bastante después, en los años 70, cuando ciertos Coroneles iletrados y de triste memoria decidieron quemar libros en plena Plaza 9 de Julio, y obligaron a otros perseguidos a la penosa auto-incineración de textos sospechados.
Sara Adela, sintiendo verdadero horror a convertirse en un retrato robot de la típica niña de provincias, rechazó enfáticamente seguir el plan al que por ese entonces debían someterse las jóvenes de la clase media salteña y logró que sus padres aceptaran su decisión de viajar a Buenos Aires para estudiar Filosofía y Letras.
Quiso trabajar (y trabajó) mientras cursaba la carrera (tenía la obsesión de contribuir a la modesta economía de su familia en Salta), y pronto se liberó de las agobiantes reglas del Colegio de Señoritas en donde se albergó nada mas llegar. Su salud le impidió concluir su carrera, pero pudo asistir a clases de personalidades como Ricardo ROJAS o Cristofredo JACKOB, y a disertaciones de Alicia MOREAU de JUSTO y Rabindranath TAGORE, que influyeron en su visión de la vida y del mundo.
Agobiada por la interrupción de sus estudios, regresó a Salta donde volvió a rechazar ofrecimientos para desempeñarse como maestra que terminaron de decidirla a trasladarse a Córdoba a seguir la carrera de Odontología. Así fue como, afortunadamente para ella y su familia, terminó convirtiéndose en la primera dentista salteña que ejerció en la ciudad.
Aunque había decidido no hablar nunca de ello, se enamoró como solamente lo hace una mujer independiente, una tercera mujer, pero un drama le arrebató a su amor y la sumió en una profunda tristeza. Hasta que llegó de Polonia el magnífico caballero que sería su marido hasta el fin de sus días.
Le apasionaba tanto lo local como lo universal, y vivió las tensiones de una auténtica cosmopolita. Volcó sus esfuerzos solidarios con la gente y con la Iglesia del pueblo de sus amores (Coronel Moldes). Albergó a muchos europeos, generalmente médicos, que huían con sus familias de la gran guerra y de sus consecuencias ulteriores.
Se enroló, sin que ello desmintiera su juventud rebelde, en el sector mas avanzado de la democracia cristiana y participó activamente desde allí en la política salteña, bien es verdad que con las restricciones que imponían la pertenencia a un partido de ideas y minoritario.
Sobresalió siempre por su elegancia, por sus modales refinados y por el toque femenino que sabía dar a todas sus actividades sociales y profesionales. Fue una excelente anfitriona (poseyó el arte de recibir) y una amena, culta e incansable conversadora. Sin embargo, sus tertulias poco tenían que ver con los clásicos y consabidos te-canasta que convocaban ciertas damas de su generación.
Recorrió el mundo y sus regresos eran motivo de enormes reuniones familiares en donde sus sobrinos disfrutábamos de sus detallados relatos de las ciudades ultramarinas que visitaba, siendo Roma (sus iglesias), Cracovia (sus jardines) y el Palacio de la Princesa LUBOMIRSKI los sitios que describía lujosamente. En los años 70 volvió a viajar, pero esta vez su principal motivación era estar cerca de sus familiares exiliados en Madrid.
Soy varias veces deudor de Sara Adela. No sólo por aquellas visitas solidarias, sino desde el punto de vista de mi acotada cultura literaria: Ella fue quién me “presentó” a Gabriel D’ANUNZIO (autor que a sus 95 años seguía leyendo en italiano) y, fallecida ya y gracias a la entrevista que le hicieran las profesoras Raquel ADET y Miriam CORBACHO, me condujo al espléndido José María VARGAS VILA y a sus poemas sinfónicos.
lunes, 13 de diciembre de 2010
La militarización como excepción democrática
La consigna “no criminalizar la protesta” sirvió para descomprimir determinadas tensiones sociales; sobre todo tras el estallido económico y político de los años 2001 y 2002. Cabe añadir que su aplicación ocasionó, a su vez, severos perjuicios a los ciudadanos, cuando la protesta tolerada por el Estado se traducía en cortes de vías de comunicación o en la paralización de servicios esenciales.
Pero, pasado el tiempo de crisis, aquella decisión de “no criminalizar la protesta” se ha traducido lisa y llanamente en la indefensión ciudadana y en la quiebra explícita del Estado de derecho encargado de garantizar los equilibrios vitales entre atribuciones y responsabilidades, entre el interés general y los intereses sectoriales, entre derechos de grupos y derechos ciudadanos.
Las protestas llevadas a cabo sin atender a las reglas, resultan particularmente irritantes cuando son protagonizadas por quienes tienen la posibilidad de alterar el funcionamiento de sectores o actividades estratégicos. Tal es el caso, por ejemplo, de los pilotos de aviones, de los controladores aéreos o, por citar un asunto relevante en la Argentina, de los camioneros con capacidad para bloquear empresas o poner sitio a lugares públicos o privados.
Por esto me parece de interés comentar aquí la reciente decisión del Gobierno socialista de España de militarizar a los controladores aéreos, un grupo sindical formado por menos de mil profesionales que habían decidido, una vez más, poner en jaque a dos millones de ciudadanos que pretendían viajar.
La medida española, ajustada rigurosamente al orden constitucional inaugurado en 1978, expresa la voluntad del Gobierno de hacer respetar el orden de prioridades que es propio de cualquier democracia moderna. Si bien todos (o casi) tienen derecho a protestar, peticionar o hacer huelgas, han de ejercerlo sin ocasionar daños irreparables o excesivos a otros derechos de igual o superior jerarquía constitucional.
La idea de que las huelgas y las protestas no están sujetas a reglas y de que cuanto más dañinas mejor, no es una idea progresista, como erróneamente se pregona en la Argentina. Resulta, por el contrario, un postulado antidemocrático y corporativo que destruye las bases de la convivencia plural y pacífica.
Conviene recordar que la voluntad política no es suficiente para que un Estado pueda garantizar los servicios esenciales y los derechos colectivos fundamentales. Precisa disponer de medios alternativos preparados para sustituir a los huelguistas ilegales y desalojar a quienes obstaculizan la circulación despreciando a los demás. A diferencia de lo que sucede en la Argentina, el Estado español cuenta, desde antiguo, con estos medios, como ha quedado de manifiesto con el reemplazo de controladores civiles por personal militar especializado.
Pero, pasado el tiempo de crisis, aquella decisión de “no criminalizar la protesta” se ha traducido lisa y llanamente en la indefensión ciudadana y en la quiebra explícita del Estado de derecho encargado de garantizar los equilibrios vitales entre atribuciones y responsabilidades, entre el interés general y los intereses sectoriales, entre derechos de grupos y derechos ciudadanos.
Las protestas llevadas a cabo sin atender a las reglas, resultan particularmente irritantes cuando son protagonizadas por quienes tienen la posibilidad de alterar el funcionamiento de sectores o actividades estratégicos. Tal es el caso, por ejemplo, de los pilotos de aviones, de los controladores aéreos o, por citar un asunto relevante en la Argentina, de los camioneros con capacidad para bloquear empresas o poner sitio a lugares públicos o privados.
Por esto me parece de interés comentar aquí la reciente decisión del Gobierno socialista de España de militarizar a los controladores aéreos, un grupo sindical formado por menos de mil profesionales que habían decidido, una vez más, poner en jaque a dos millones de ciudadanos que pretendían viajar.
La medida española, ajustada rigurosamente al orden constitucional inaugurado en 1978, expresa la voluntad del Gobierno de hacer respetar el orden de prioridades que es propio de cualquier democracia moderna. Si bien todos (o casi) tienen derecho a protestar, peticionar o hacer huelgas, han de ejercerlo sin ocasionar daños irreparables o excesivos a otros derechos de igual o superior jerarquía constitucional.
La idea de que las huelgas y las protestas no están sujetas a reglas y de que cuanto más dañinas mejor, no es una idea progresista, como erróneamente se pregona en la Argentina. Resulta, por el contrario, un postulado antidemocrático y corporativo que destruye las bases de la convivencia plural y pacífica.
Conviene recordar que la voluntad política no es suficiente para que un Estado pueda garantizar los servicios esenciales y los derechos colectivos fundamentales. Precisa disponer de medios alternativos preparados para sustituir a los huelguistas ilegales y desalojar a quienes obstaculizan la circulación despreciando a los demás. A diferencia de lo que sucede en la Argentina, el Estado español cuenta, desde antiguo, con estos medios, como ha quedado de manifiesto con el reemplazo de controladores civiles por personal militar especializado.
viernes, 10 de diciembre de 2010
El mobiliario de la casa de Leguizamón
Mientras, ante la mirada impávida o impotente de las burocracias, los expertos y algunos aficionados influyentes pujan por resolver cuál sea la técnica más adecuada de restauración, la casa que fuera de don Juan Galo de Leguizamón y su familia, ubicada en la esquina de las actuales calles Caseros y Florida, amenaza ruina.
Aquel debate, que a muchos nos parece eterno, no atina a decidir si la restauración ha de hacerse a partir del adobe o, por el contrario, incorporando crecientes dosis de cemento.
En cualquier caso, la que fuera espléndida casona colonial sigue sufriendo a ojos vista las inclemencias de lluvias torrenciales y de soles de justicia que debilitan día a día su frágil estructura bicentenaria. Las tempestades, sumadas a viejos pleitos, a absurdos debates y a la consabida negligencia administrativa, pueden terminar derrumbando la casa, dañando así de un modo irreparable a nuestro patrimonio colonial.
Reconstruir la casa es un imperativo histórico, además de una excelente inversión turística. Sobre todo ahora, cuando muchos comienzan a descubrir que Salta supo tener su edad dorada; un tiempo donde quienes acumularon riqueza se esforzaron por refinar sus gustos y mostrar sus raíces europeas. Resulte, entonces, de sumo interés preservar las señas de aquel tiempo.
Nuestro castigado y menguado patrimonio histórico es, no obstante, una prueba más de aquel lejano esplendor que hoy llama la atención de historiadores, preocupados por explicar cómo hacia finales del siglo XVII, en este rincón del mundo, florecieron patrimonios y familias que se insertaron en las redes del comercio regional, asimilaron las reglas del buen gusto europeo y tejieron sólidos vínculos políticos y sociales con las elites de la pampa húmeda.
Son pocos los salteños vivos que conocieron esta distinguida casa que supo entusiasmar a Manuel Mujica Láinez. Pero, gracias a la prudente y oportuna decisión, adoptada en 2008 por el entonces Secretario de Cultura, de poner a salvo los muebles y restaurarlos, tenemos ahora la posibilidad de conocer, al menos, parte de sus brillos y decorados. Bastará con visitar la exposición abierta en la Casa Arias Rengel, ubicada en Florida 20.
Con el añadido de que podemos admirar no sólo la obra de maestros victorianos del mueble, de diseñadores de la Francia imperial, de ebanistas italianos, sino también el buen hacer de artesanos salteños que han restaurado sabiamente verdaderas obras de artes, conservando estilos, texturas y acabados.
Este proceso de conservación y restauración de sillas y sillones, de espejos y cuadros, de pianos y pequeños objetos decorativos, ha preservado o recuperado a poco más de un tercio del patrimonio inventariado como perteneciente a la casa Leguizamón.
Si bien la muestra constituye un acierto a celebrar, la mora en abordar la restauración de la Casa es algo que debería preocupar al señor Gobernador.
Aquel debate, que a muchos nos parece eterno, no atina a decidir si la restauración ha de hacerse a partir del adobe o, por el contrario, incorporando crecientes dosis de cemento.
En cualquier caso, la que fuera espléndida casona colonial sigue sufriendo a ojos vista las inclemencias de lluvias torrenciales y de soles de justicia que debilitan día a día su frágil estructura bicentenaria. Las tempestades, sumadas a viejos pleitos, a absurdos debates y a la consabida negligencia administrativa, pueden terminar derrumbando la casa, dañando así de un modo irreparable a nuestro patrimonio colonial.
Reconstruir la casa es un imperativo histórico, además de una excelente inversión turística. Sobre todo ahora, cuando muchos comienzan a descubrir que Salta supo tener su edad dorada; un tiempo donde quienes acumularon riqueza se esforzaron por refinar sus gustos y mostrar sus raíces europeas. Resulte, entonces, de sumo interés preservar las señas de aquel tiempo.
Nuestro castigado y menguado patrimonio histórico es, no obstante, una prueba más de aquel lejano esplendor que hoy llama la atención de historiadores, preocupados por explicar cómo hacia finales del siglo XVII, en este rincón del mundo, florecieron patrimonios y familias que se insertaron en las redes del comercio regional, asimilaron las reglas del buen gusto europeo y tejieron sólidos vínculos políticos y sociales con las elites de la pampa húmeda.
Son pocos los salteños vivos que conocieron esta distinguida casa que supo entusiasmar a Manuel Mujica Láinez. Pero, gracias a la prudente y oportuna decisión, adoptada en 2008 por el entonces Secretario de Cultura, de poner a salvo los muebles y restaurarlos, tenemos ahora la posibilidad de conocer, al menos, parte de sus brillos y decorados. Bastará con visitar la exposición abierta en la Casa Arias Rengel, ubicada en Florida 20.
Con el añadido de que podemos admirar no sólo la obra de maestros victorianos del mueble, de diseñadores de la Francia imperial, de ebanistas italianos, sino también el buen hacer de artesanos salteños que han restaurado sabiamente verdaderas obras de artes, conservando estilos, texturas y acabados.
Este proceso de conservación y restauración de sillas y sillones, de espejos y cuadros, de pianos y pequeños objetos decorativos, ha preservado o recuperado a poco más de un tercio del patrimonio inventariado como perteneciente a la casa Leguizamón.
Si bien la muestra constituye un acierto a celebrar, la mora en abordar la restauración de la Casa es algo que debería preocupar al señor Gobernador.
martes, 7 de diciembre de 2010
Ella, a mis 16 años
La conocí en 1961, recién arribado a Tucumán a iniciar mi carrera de Derecho. Estudiaba yo tranquilamente en los salones de la elegante biblioteca, cuando una algarabía me alertó de que algo estaba sucediendo en el patio de la Facultad. Allí los estudiantes radicales, socialistas y comunistas se manifestaban en contra del desembarco de tropas anticastristas en Bahía de los Cochinos con el propósito de abortar la Revolución Cubana.
Allí estaba Ella, espléndida, convincente, indignada, explicando a los alumnos, sus compañeros, la necesidad de reaccionar contra el atentado imperialista. Sus ojos, enormes, bellos y azules, transmitían una pasión que me era desconocida a mis 16 años de salteño profundo y casi inocente. Había ocupado ella la improvisada tribuna antes de que lo hiciera Guillermo Garmendia, aquel líder reformista tucumano que inmediatamente concitaría mi admirada adhesión, por su oratoria encendida, por su inteligencia notoria y por sus finos modales típicos del socialismo juan-be-justista.
Es muy probable que fuera Ella quién me afiliara al Centro de Estudiantes de Derecho y guiara mis primeros pasos de agitador estudiantil, acercándome manifiestos y libros que hablaban de la "unión obrero-estudiantil, del nefasto imperialismo yanqui y de su socio vernáculo: la oligarquía vacuna y azucarera". Conocí también, desde un discreto segundo plano, algunas de sus poesías juveniles y sus dotes actorales.
Como era casi inevitable me enamoré pronto, pese a que ella era varios años mayor que yo y pese a que mi aire aniñado marcaba distancias por ese tiempo enormes. Sin embargo, nuestra fraternal relación alcanzó para que Ella, la protagonista que evoco respetuosamente en esta columna, me transmitiera algunas claves galantes que me acompañan hasta hoy:
Admiración por quienes logran seducir con las palabras; preferencia por determinados aromas; buenos modales entre los sexos; respeto por la identidad femenina; simpatía por la mujer madura, son de algún modo herencia de aquella relación que, por años, quedó reflejada en las paredes de la Facultad de Derecho en donde un amigo irresponsable grabó, para mortificarnos, nuestros nombres enlazados dentro de un tosco corazón.
Al recibirme de abogado y regresar a Salta, dejé de verla, aun cuando antes de esto ya nuestros caminos se habían bifurcado definitivamente.
Con el tiempo me asaltó la inquietud de buscarla para saber de su vida. Temí que hubiera sido asesinada en tiempos de la dictadura. Pero nunca supe de ella hasta que di con un libro que recoge testimonios de sus pasiones políticas y apuntes literarios, escritos hasta su muerte ocurrida en el año 2000.
Más allá de sus respetables y razonadas ideas, tuve la enorme alegría de ver de nuevo su bello rostro y descubrir las pistas que me permitieron, Internet mediante, escuchar su envolvente voz arengando multitudes.
Allí estaba Ella, espléndida, convincente, indignada, explicando a los alumnos, sus compañeros, la necesidad de reaccionar contra el atentado imperialista. Sus ojos, enormes, bellos y azules, transmitían una pasión que me era desconocida a mis 16 años de salteño profundo y casi inocente. Había ocupado ella la improvisada tribuna antes de que lo hiciera Guillermo Garmendia, aquel líder reformista tucumano que inmediatamente concitaría mi admirada adhesión, por su oratoria encendida, por su inteligencia notoria y por sus finos modales típicos del socialismo juan-be-justista.
Es muy probable que fuera Ella quién me afiliara al Centro de Estudiantes de Derecho y guiara mis primeros pasos de agitador estudiantil, acercándome manifiestos y libros que hablaban de la "unión obrero-estudiantil, del nefasto imperialismo yanqui y de su socio vernáculo: la oligarquía vacuna y azucarera". Conocí también, desde un discreto segundo plano, algunas de sus poesías juveniles y sus dotes actorales.
Como era casi inevitable me enamoré pronto, pese a que ella era varios años mayor que yo y pese a que mi aire aniñado marcaba distancias por ese tiempo enormes. Sin embargo, nuestra fraternal relación alcanzó para que Ella, la protagonista que evoco respetuosamente en esta columna, me transmitiera algunas claves galantes que me acompañan hasta hoy:
Admiración por quienes logran seducir con las palabras; preferencia por determinados aromas; buenos modales entre los sexos; respeto por la identidad femenina; simpatía por la mujer madura, son de algún modo herencia de aquella relación que, por años, quedó reflejada en las paredes de la Facultad de Derecho en donde un amigo irresponsable grabó, para mortificarnos, nuestros nombres enlazados dentro de un tosco corazón.
Al recibirme de abogado y regresar a Salta, dejé de verla, aun cuando antes de esto ya nuestros caminos se habían bifurcado definitivamente.
Con el tiempo me asaltó la inquietud de buscarla para saber de su vida. Temí que hubiera sido asesinada en tiempos de la dictadura. Pero nunca supe de ella hasta que di con un libro que recoge testimonios de sus pasiones políticas y apuntes literarios, escritos hasta su muerte ocurrida en el año 2000.
Más allá de sus respetables y razonadas ideas, tuve la enorme alegría de ver de nuevo su bello rostro y descubrir las pistas que me permitieron, Internet mediante, escuchar su envolvente voz arengando multitudes.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)