jueves, 21 de febrero de 2013

La izquierda clasista desafía al modelo sindical peronista


En 1945, el Coronel Juan Domingo PERÓN tejió una alianza con los trabajadores postergados y con varios de los sindicatos prexistentes -ideológicamente de izquierdas-. A cambio de apoyo político y electoral, el Gobierno de entonces, a través del instituto de la personería gremial, concedió a los sindicatos afines poderes exclusivos en materia de representación y de huelga, promulgó una legislación pro-obrera, y mejoró las condiciones de vida y de trabajo.

Los sindicatos así renovados nacieron con dos almas que coexistieron o se alternaron a lo largo de estos casi 70 años: Una (tendencialmente corporativa) los incita a la negociación con el Estado y los patronos; la otra (con ecos anarquistas) alienta rebeldías, confrontaciones y huelgas. Como se sabe, fue Augusto T. VANDOR quien encontró la más eficaz combinación de estas dos almas, antagónicas solo en apariencia.

Más adelante, en 1970, el dictador Juan Carlos ONGANIA reforzó el modelo peronista concediendo a los sindicatos oficiales el control de las Obras Sociales o sea, de no menos del 6% de la masa salarial “en blanco”. Desde entonces los sindicatos con personería gremial son, además de agentes de la negociación colectiva y actores políticos de primera magnitud, cuasi-empresas de salud y ocio. Un perfil que en los años de 1990 se vio reforzado cuando esos mismos sindicatos organizaron sociedades para prestar servicios a compañías que decidían tercerizar actividades.

Ya en la presente década, los sindicatos oficiales se movieron según los cánones fijados en el no escrito Pacto KIRCHNER-MOYANO que dinamizó la acción sindical al compás de la inflación y consolidó el monopolio en perjuicio de la Central de los Trabajadores de la Argentina (CTA) y de las agrupaciones que desafían a liderazgos vetustos.

En lo sustancial, este Pacto permitió a los sindicatos presionar por aumentos salariales significativos; fue así como los convenios colectivos de trabajo recuperaron, primero, parte de lo perdido con la devaluación de 2002 y, luego, situaron algunas remuneraciones unos puntos por encima de la inflación. Eso sí, dejando fuera del radio de protección a los salarios de los trabajadores no registrados y a las jubilaciones y pensiones. El mismo Pacto KIRCHNER-MOYANO brindó especiales ventajas al sindicato de camioneros autorizándolo a expandir sus fronteras y devorar afiliados y cuotas de otras organizaciones confederadas.

Todo esto sucedió hasta que, meses atrás, la Presidenta Cristina FERNANDEZ de KIRCHNER, decidió repudiar aquel pacto preexistente. La ruptura quedó escenificada con la restauración de la Ley de Riesgos del Trabajo de 1995, con su rechazo a las demandas de la CGT (impuestos, asignaciones familiares y dinero sustraído a las arcas de las Obras Sociales), y con su afirmación de que los trabajadores deben más a la macroeconomía (es decir al Gobierno) que a la huelga.

En este contexto y hasta las huelgas generales de 2012 que anuncian fuertes tensiones dentro del actual modelo de relaciones laborales, los sindicatos oficiales se movieron en sintonía con las necesidades estratégicas del Gobierno, descalificaron a las nuevas formas organizativas demandantes de pluralismo y transparencia, y se centraron en la clásica puja distributiva (salarios/precios). Lo hicieron, naturalmente, sin desafiar al poder de dirección ni cuestionar las nuevas formas de organización del trabajo (NFOT) surgidas en los años de 1990.

En los albores de un cambio de régimen

Sin embargo, la elevada inflación, la fiscalidad que esteriliza los aumentos nominales negociados colectivamente, la irrupción de la izquierda clasista (Daniel COHEN “Marea Roja”) y la intemperancia presidencial, están cambiando un panorama que parecía inamovible. Y esto está ocurriendo también a raíz de las sentencias de la Corte Suprema (CSJN) favorables a la Libertad Sindical, y del recambio generacional que se produce en la clase trabajadora y en sus dirigentes.

La presencia de la izquierda clasista en las fábricas tiene antiguas e intermitentes referencias: Por ejemplo, aquella de los primeros años de la Argentina industrial, cuando el movimiento obrero era liderado por anarquistas, comunistas y socialistas, o aquella otra de los años de 1960 (cuya expresión emblemática fue el cordobazo) que funcionó hasta la trágica irrupción de los mesianismos armados que liquidaron las libertades y al emergente movimiento sindical contestatario. 

A 20 años de restaurada la democracia, la presencia de la izquierda clasista es relevante en muchas centros de trabajo donde controlan comisiones internas, cuerpos de delegados y asambleas, como quedó de manifiesto en conflictos emblemáticos de la década kirchnerista como los de METROVÍAS (subterráneos), KRAFT (alimentación) o los de la Patagonia petrolera.

Las nuevas direcciones obreras de base, corporizadas en líderes nacidos en los años de 1970 y 1980, rechazan el monopolio representativo y el centralismo vertical, no están dispuestas a moverse dentro de las bandas salariales pactadas por las cúpulas, cuestionan radicalmente el poder de dirección del empleador, impugnan la lógica de mercado y luchan por reunificar los planteles de las empresas en un solo estatuto, eliminando contratos temporales, tercerizaciones, segmentación, polivalencia, y otras flexibilidades pactadas o toleradas por los sindicatos oficiales. Y, lo que no es un dato menor, han descubierto las inconsecuencias y límites del autodenominado modelo de crecimiento con inclusión social.

Esta incipiente renovación sindical plantea un enorme desafío tanto a los sindicatos tradicionales (que no cuentan ya con las herramientas antaño usadas para restablecer su supremacía, chocantes a las nuevas garantías en favor de la Libertad Sindical que resultan de la reforma constitucional de 1994 y del emergente bloque constitucional, federal y cosmopolita), como al  empresariado que se muestra perplejo ante la contundencia de las nuevas medidas de fuerza, la impotencia de sus viejos aliados y la inocuidad de los métodos tradicionales de gestión de conflictos y de intervención estatal. A su vez, el Estado comienza a advertir que la regulación de la huelga en los servicios esenciales, adoptada en 2004, cedió imprudentemente a ciertos prejuicios y apela, subsidiaria y abusivamente, a las multas millonarias que, por lo demás, solo pueden ejecutarse sobre los sindicatos oficiales y no sobre las comisiones internas ni asambleas.

La irrupción de este nuevo actor provoca, además, un doble impacto sobre el sistema político. Por una parte, presiona en favor de la libertad y la democracia sindicales, y aporta aire fresco a un ambiente enrarecido: Honestidad personal de los dirigentes, gestión asamblearia de los conflictos, alianzas con otros sectores (estudiantes, piqueteros que reivindican la inclusión social). Pero, por otra, representa, también, un desafío para la democracia constitucional en tanto y en cuanto en muchas ocasiones, las huelgas conducidas por la izquierda clasista incorporan notas de violencia y radicalidad que desbordan el cauce constitucional y afectan a otros derechos fundamentales.

 

 

 

No hay comentarios: