domingo, 17 de agosto de 2014

FAMILIA Y POLITICA EN SALTA

En los grandes aglomerados urbanos salteños malviven miles de familias. La ausencia de servicios elementales hace de muchas villas y asentamientos sitios no aptos para el desarrollo humano. La drogadicción está destruyendo a muchas familias, a sus niños y a sus jóvenes. La falta de educación sexual, así como la violencia doméstica, escolar, deportiva, vecinal hacen estragos.

Muchas de estas cosas no se ven en los centros prósperos y son ocultadas por las estadísticas oficiales. Siguiendo pautas culturales arraigadas, quienes viven en esas periferias no suelen aparecer por el centro, y cuando lo hacen procuran presentarse en condiciones que ocultan padecimientos y privaciones.

Frente a este panorama, la política oficial carece de un diagnóstico preciso, y persiste en sus propósitos mezquinos e irresponsables: Mantener serenos y acotados a los pobres, y buscar su voto a cambio de ayudas materiales discrecionales.
El Gobierno de Salta, siguiendo el molde unitario, piensa que la pobreza es manifestación de carencias materiales y diseña programas para transferir rentas y proveer alimentos.

Clasismo en el Estado social
Después de la segunda guerra mundial muchas naciones pusieron en marcha servicios sociales orientados a atender las necesidades de quienes no podían autosatisfacerlas.
Por supuesto, la cuantía y calidad de las nuevas prestaciones varía en función de los enfoques ideológicos presiden la distribución de la riqueza. Pero el principio rector manda que las ayudas sirvan para integrar, y que los servicios se presten en condiciones de calidad, homogeneidad y objetividad (“una necesidad, un derecho”).

En Salta las cosas suceden de otra manera. Las oportunidades y las condiciones para acceder están segmentadas. Los servicios sociales funcionan a tres velocidades. Hay educación, salud, justicia, seguridad y urbanismo para pobres, que nada tienen que ver con los servicios para los pudientes. Sin olvidar que muchos ni siquiera acceden a las prestaciones de baja calidad.

Un urbanismo clasista potencia los asentamientos, y reserva el agua potable, las cloacas, los espacios verdes para los centros privilegiados.

Pensar que, en la Salta contemporánea, todas las familias funcionan según el molde tradicionalista, es un anacronismo propio del pensamiento decadente. En este contexto resultan especialmente chocantes el nepotismo y las apelaciones a “la misma sangre” como criterio de acceso a los cargos ejecutivos o judiciales.

Los excluidos sin esperanzas
Muchos de los miembros de las familias excluidas han perdido la alegría de vivir. Carecen de ilusiones, de sueños, de esperanza. No disponen de las herramientas imprescindibles para salir de la marginalidad. No pueden siquiera imaginar un futuro para ellos y sus hijos.

Frente a esto, las respuestas clásicas oscilan entre la manipulación, la reiteración y el oportunismo que aconseja hablar retóricamente de la pobreza como una realidad indiferenciada, transitoria y fácilmente abatible.

Las propuestas rutinarias prometen empleos, subsidios y más servicios que replican la mala calidad de los existentes. Por ejemplo, más escuelas públicas que sigan produciendo los magros resultados conocidos y que dan lugar a que casi el 100% de los egresados de la UNSA provenga de la enseñanza privada.

Por supuesto la nueva política social incluye transformar la escuela pública: Abandonando el seguidismo unitario; diseñando nuevos contenidos; reconstruyendo la carrera docente; dotándola de unidades especializadas para recuperar a todos los alumnos con dificultades para continuar y concluir sus estudios.

Necesitamos otro Estado
Tenemos 600.000 salteños sumidos entre la indigencia y la pobreza. De entre ellos, hay miles de excluidos que quizá nunca lograran acceder a bienes y derechos elementales, ni podrán desarrollar satisfactoriamente las potencialidades ínsitas en su condición de personas.  

Frente a este acuciante panorama sobran la demagogia y la improvisación. El clientelismo es, sencillamente, una práctica criminal.

Se impone diseñar otra política social a la medida de las necesidades locales, que tome en cuenta los factores culturales identitarios.

Un Ministerio para la Integración Social deberá movilizar a no menos de 5.000 asistentes sociales de diferentes especialidades, distribuidos por nuestra geografía. Serán los encargados de mejorar el funcionamiento de los gabinetes psicopedagógicos escolares; de instalar servicios de ayuda a las familias en los centros de salud, en los comedores infantiles, en los centros vecinales y deportivos; de ayudar a las iglesias y organizaciones no gubernamentales que intentan paliar la crisis social y familiar.

Estas unidades abordarán, por ejemplo, los déficits en materia de convivencia y de cultura del trabajo (2 o 3 generaciones que vivieron y viven de subsidios). Apoyarán la reconstrucción del tejido social, familiar y vecinal; promoverán la cultura del diálogo, enseñando a resolver conflictos, a mantener relaciones constructivas, a convivir con lo diferente o antagónico.

Esta nueva política social requiere, ciertamente y entre otras cosas, la contribución de los expertos y de las Universidades locales que deberían estar en condiciones de proveer los profesionales, los contenidos y las rutinas de los nuevos servicios de ayudas a la integración.

No hay comentarios: