Cuando se analizan, bien desde la teoría o bien desde la práctica, las funciones inspectoras de los poderes públicos, se advierten los límites del debate acerca de los cometidos del Estado y los roles del Mercado.
Quienes defienden el “Estado máximo” y sostienen las bondades de un Estado que fije los precios y los salarios, decida qué se consume y qué no puede consumirse, qué se importa o qué se exporta, qué puede usted hacer o no hacer con sus ahorros, qué destino tendrán sus impuestos y sus aportes jubilatorios, ignoran que ese mismo Estado omnipresente carece de poderes de inspección y sanción.
Quienes, desde otra óptica, son partidarios del “Estado mínimo” y proponen dejan todo librado a la “mano invisible”, en realidad están encantados con la situación actual porque, mientras aquel debate -que es ideológico- se decanta, el Estado realmente existente, presuntamente máximo, es un Estado que desampara a los ciudadanos en sus derechos y deja hacer a infractores y especuladores.
Si en los años noventa uno de los principales fracasos del modelo privatizador fue la ineptitud del Estado regulador (reguló tarde y mal el desempeño de las empresas privadas), el actual modelo, sin haber logrado construir un sistema regulatorio imprescindible (véase sino lo que sucede en el ámbito de los transportes o de las telecomunicaciones), añadió la desarticulación del Estado inspector.
Para el ciudadano común, que manda sus hijos a la escuela, que concurre al hospital público o a los servicios de una obra social, que transita por calles y veredas, viaja en colectivo, consume agua o compra celulares o pescado, lo relevante no es quién sea el dueño de la empresa, sino que existan reglas que protejan al contratante débil, al usuario o al consumidor. Y que junto a estas reglas, exista un Estado con capacidad, vocación y recursos suficientes para hacerlas cumplir.
Cualquiera que haya intentado reclamar contra los abusos de proveedores, empresas, vecinos o autoridades habrá advertido que se encuentra solo, indefenso ante un compló que une a abusadores activos con un Estado impávido.
Todo esto sucede porque el Estado desertó de su rol inspector. Y, en menor medida, porque los ciudadanos en su rol de consumidores, usuarios, vecinos, administrados o contratantes, no logramos organizarnos para la autotutela. Y allí donde intentamos organizarnos topamos con burocracias que pretenden que las ONG cumplan los mismos requisitos que una sociedad anónima.
En resumen: los que se organizan para especular, expoliar, abusar tienen todo a favor ante la deserción del Estado regulador, del Estado inspector y del Estado administrador de justicia.
(Para FM ARIES)