jueves, 7 de mayo de 2009

Protocolo salteño y basura urbana

Si omito los bailes de carnaval y otros convites por el estilo, hay en mi barrio pocos eventos que reúnan a los vecinos. Por eso, decidí asistir a la inauguración del monumento al Quirquincho.

Pocos paisanos y muchos funcionarios acompañaron al Primer Magistrado, en un acto monótono y obvio: Gauchos engalanados, subsecretarios y directores, buscas, personal de la secreta, banda de música, himno, banderas y alocuciones.

Algunas damas bronceadas, luciendo modelos de peatonal Florida, peinados de peluquería y cuerpos de gimnasio, compartían el escenario con vecinas de a pié vestidas de entre-casa.

Los altos dignatarios, tras descender, cumplieron el ritual de saludar a la primera fila de curiosos que murmuraban: “con los problemas que tienen se dan tiempo para venir”.

El autor de la bella obra, un joven escultor afincado, recogía las merecidas felicitaciones de los pocos extrovertidos presentes.

Sin embargo, no todo estaba en orden. A escasos metros del lugar, dos enormes basurales ponían de manifiesto la irresponsabilidad ciudadana y la negligencia municipal.

Para colmo de males, cómo si alguien a propósito hubiera decidido sabotear el acto, centenares de botellas, pañales y bolsas de plástico afeaban el camino a Castellanos.

Conociendo del celo de ciertos funcionarios por agradar a las altas magistraturas, me llamó la atención de que los Intendentes no hubieran mandado sus cuadrillas a higienizar y adornar la zona.

Tomaron la precaución de que el señor Gobernador transitara por otro camino. Pero no pudieron impedir que la sensible nariz del más atildado de los funcionarios, detectara a distancia el basural.

Pocos advirtieron las justificadas muecas de desagrado de este elegante sesentón que sobresale por su pulcritud desde los 5 años, cuando compartíamos el Jardín de Infantes.

(Para FM Aries)

martes, 5 de mayo de 2009

"Borrachos de otra mesa"

A lo largo de los años conocí a empecinados bebedores. Mis veranos juveniles en Cerrillos, zona de grandes carpas y pequeñas fondas destinadas a honrar al dios del desenfreno, me permitieron entrar en distante contacto con severos borrachos de a caballo y sus costumbres.

Mi asidua presencia en asados y otros convites proselitistas me sirvió para medir el impacto del alcohol en las ideas, en el temple y en las lealtades políticas. Allí, el vino generoso desinhibía facilitando los vivas y los mueras gratuitos.

Algunos paisanos perdían los estribos. Pero otros, como aquel que en medio de la ingesta recomendaba no mezclar bebedores de mesas distintas, mantenían un especial sentido de la prudencia hasta que caían vencidos por el sueño.

Ciertos caudillos segmentaban rigurosamente los convites en función de los rangos. Vino común en damajuanas para las bases; vino embotellado para los dirigentes; y vino gran reserva para los estados mayores.

Durante las travesías en el desierto de la oposición, algunos convidadores se atrevían a trasvasar vino común a botellas tres cuarto, para escándalo de conocedores habituados a beber gratis.

En los años 60 y 70, en Salta, se bebía sin el temor a que una patrulla detuviera a los noctámbulos y los hiciera soplar para medir el grado de alcohol en la sangre.

Las personas reconocidas, los doctores, suponían (y estaban en lo cierto) que, salvo comportamientos escandalosos, la policía haría la vista gorda en caso de ser sorprendidos ebrios.

Hoy, como lo acaba de comprobar una buena amiga mía diputada nacional, las cosas han cambiado.

Lo correcto, lo cívico, lo decente, es no beber -aunque se trate de vino malo- si hay luego que conducir.

(Para FM Aries)

domingo, 3 de mayo de 2009

Casas proustianas en Salta

Ignoro cuales sean las reglas del gusto (bueno o malo) que presiden la construcción y el decorado de las residencias de los miembros de las nuevas clases pudientes salteñas.

Conozco, sin embargo, que al menos desde la época de la colonia hubo salteños que hicieron del buen gusto, no reñido con la sobriedad, una costumbre que se transmitió de generación en generación.

Unas veces, excelsos artesanos locales dieron brillo a las maderas y a las piedras autóctonas. Otras, afortunados propietarios del “siglo de oro” salteño importaron de Europa los mas finos muebles y las mas delicadas vajillas para equipar sus residencias de adobe.

Buena parte de estas casonas exhibían, además, cuidadas bibliotecas y obras de arte de grandes firmas europeas, como el retrato de don Francisco Uriburu hecho por Joaquín Sorolla.

En los años 90 tuve la suerte de visitar la casa de Leguizamón, que hoy agoniza en la esquina de Florida y Caseros. Me sorprendió comprobar que a comienzos del siglo XIX, antes incluso de la Revolución de Mayo, una familia salteña haya sido capaz de montar ambientes delicados en los que se hubiera sentido muy a gusto el mismísimo Marcel Proust.

Paredes enteladas, arañas y farolas de cristal, muebles franceses, retratos y fotos de familia, alfombras y tapices, y el imprescindible y exclusivo clavicordio, daban marco brillante a los bailes de época. Allí danzaron, entre otros, los generales Belgrano, Paz y Pío Tristán, acompañados de salteñas elegantes y hermosas.

Mas recientemente, pude conocer una singular casa salteña enclavada entre montañas, selvas y ríos, donde su propietario cuida de los muebles de estilo heredados, limpia cada semana los enormes espejos con marcos dorados que adornan su salón, homenajea a sus antepasados (en especial a aquella tatarabuela que tuvo 24 hijos) con una breve reverencia matutina ante sus retratos y sueña con aquel tiempo pasado.

(Para FM Aries)