Ignoro cuales sean las reglas del gusto (bueno o malo) que presiden la construcción y el decorado de las residencias de los miembros de las nuevas clases pudientes salteñas.
Conozco, sin embargo, que al menos desde la época de la colonia hubo salteños que hicieron del buen gusto, no reñido con la sobriedad, una costumbre que se transmitió de generación en generación.
Unas veces, excelsos artesanos locales dieron brillo a las maderas y a las piedras autóctonas. Otras, afortunados propietarios del “siglo de oro” salteño importaron de Europa los mas finos muebles y las mas delicadas vajillas para equipar sus residencias de adobe.
Buena parte de estas casonas exhibían, además, cuidadas bibliotecas y obras de arte de grandes firmas europeas, como el retrato de don Francisco Uriburu hecho por Joaquín Sorolla.
En los años 90 tuve la suerte de visitar la casa de Leguizamón, que hoy agoniza en la esquina de Florida y Caseros. Me sorprendió comprobar que a comienzos del siglo XIX, antes incluso de la Revolución de Mayo, una familia salteña haya sido capaz de montar ambientes delicados en los que se hubiera sentido muy a gusto el mismísimo Marcel Proust.
Paredes enteladas, arañas y farolas de cristal, muebles franceses, retratos y fotos de familia, alfombras y tapices, y el imprescindible y exclusivo clavicordio, daban marco brillante a los bailes de época. Allí danzaron, entre otros, los generales Belgrano, Paz y Pío Tristán, acompañados de salteñas elegantes y hermosas.
Mas recientemente, pude conocer una singular casa salteña enclavada entre montañas, selvas y ríos, donde su propietario cuida de los muebles de estilo heredados, limpia cada semana los enormes espejos con marcos dorados que adornan su salón, homenajea a sus antepasados (en especial a aquella tatarabuela que tuvo 24 hijos) con una breve reverencia matutina ante sus retratos y sueña con aquel tiempo pasado.
(Para FM Aries)
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