A lo largo de los años conocí a empecinados bebedores. Mis veranos juveniles en Cerrillos, zona de grandes carpas y pequeñas fondas destinadas a honrar al dios del desenfreno, me permitieron entrar en distante contacto con severos borrachos de a caballo y sus costumbres.
Mi asidua presencia en asados y otros convites proselitistas me sirvió para medir el impacto del alcohol en las ideas, en el temple y en las lealtades políticas. Allí, el vino generoso desinhibía facilitando los vivas y los mueras gratuitos.
Algunos paisanos perdían los estribos. Pero otros, como aquel que en medio de la ingesta recomendaba no mezclar bebedores de mesas distintas, mantenían un especial sentido de la prudencia hasta que caían vencidos por el sueño.
Ciertos caudillos segmentaban rigurosamente los convites en función de los rangos. Vino común en damajuanas para las bases; vino embotellado para los dirigentes; y vino gran reserva para los estados mayores.
Durante las travesías en el desierto de la oposición, algunos convidadores se atrevían a trasvasar vino común a botellas tres cuarto, para escándalo de conocedores habituados a beber gratis.
En los años 60 y 70, en Salta, se bebía sin el temor a que una patrulla detuviera a los noctámbulos y los hiciera soplar para medir el grado de alcohol en la sangre.
Las personas reconocidas, los doctores, suponían (y estaban en lo cierto) que, salvo comportamientos escandalosos, la policía haría la vista gorda en caso de ser sorprendidos ebrios.
Hoy, como lo acaba de comprobar una buena amiga mía diputada nacional, las cosas han cambiado.
Lo correcto, lo cívico, lo decente, es no beber -aunque se trate de vino malo- si hay luego que conducir.
(Para FM Aries)
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