sábado, 15 de febrero de 2014

¿Qué cerca o qué lejos estamos de una Gran Crisis?


Preciso es reconocer que un cierto fatalismo forma parte de nuestra identidad colectiva. Un fatalismo que hoy nos lleva a vivir sobresaltados, sospechando que en cualquier momento estallará una Gran Crisis que nos empobrecerá bruscamente y nos dejará sin empleo, sin ahorros, sin oportunidades. Una tormenta perfecta que sacará a miles y miles de argentinos a las calles: Unos exigiendo un cambio de gobierno; otros, asaltando comercios para proveerse de lo que carecen.

Es cierto que, por estos días, tal sensación agónica está alimentada por las crecientes dificultades que soportan las economías familiares, y por hechos que revelan impericia de nuestros gobernantes frente a problemas complejos.

Es cierto también que aquel humor colectivo recrudece cuando recordamos o nos anoticiamos de las “grandes crisis” vividas en los últimos años: El “rodrigazo” (1975), las híper inflaciones (1982, 1989 y 1990), el fin de la convertibilidad (2001), fueron terremotos que destruyeron nuestra moneda, impusieron cambios en el régimen económico, sembraron pobreza, violencia y desempleo, o provocaron graves alteraciones institucionales. Por consiguiente, ateniéndonos a nuestra historia, una Gran Crisis requiere la confluencia de factores externos y de acontecimientos económicos y políticos locales.

La economía exterior

Por encima de estrategias autárquicas, el deterioro de los términos de intercambio internacional (TII), la ralentización de la economía global, o las restricciones financieras internacionales han estado siempre presentes en las Grandes Crisis argentinas.

Si bien algunos organismos internacionales han comenzado a advertir tendencias que perjudicarían a nuestro comercio exterior (caída del precio de los alimentos), esos tres factores exógenos han tenido hasta aquí un comportamiento positivo para nuestro país, de modo que sería aventurado afirmar que la temida Gran Crisis ha de venir del lado externo. 

La gobernabilidad

Como no podía ser de otro modo, tanto el “rodrigazo” como el fin de la convertibilidad estuvieron asociados a sus respectivos contextos políticos. En 1975 el Gobierno de la Presidente Isabel Perón aparecía acosado por el terrorismo y por la irresponsabilidad de los sindicatos oficiales; en paralelo, la derecha civil y militar había decidido instaurar una dictadura. En 2001, el Gobierno del Presidente Fernando de la Rúa había perdido el apoyo de su partido, carecía de mayoría parlamentaria, y se enfrentaba a una poderosa coalición, liderada por el peronismo bonaerense, e integrada por el empresariado industrial, que derrocó al Presidente y administró premios y castigos.

Distinta es la situación actual: El Gobierno está en condiciones de adoptar las medidas necesarias para superar los problemas económicos. Por lo tanto, en este terreno, las amenazas de una Gran Crisis no vienen de aspectos vinculados con la gobernabilidad, sino de dos factores atribuibles sólo al equipo gobernante: a) La cerrazón ideológica, que lo hace perseverar en su voluntad de controlar todos los precios, y decidir quién pierde y quien gana; b) Los errores técnicos, las carencias comunicativas y la ausencia de una alternativa al modelo de capitalismo “de amigos” intervenido por el Estado.

Controlar todos los precios de una economía compleja como la Argentina es algo así como querer reformar por decreto la ley de gravedad. No obstante, la Presidente, siguiendo un viejo anhelo peronista, persiste en una decisión inútil y distorsiva. Ignora que los “formadores de precios” (incluyendo dentro de esta categoría a prácticamente todos los agentes económicos y sociales) disponen de poderes capaces de torcer la voluntad del Estado. En realidad, los grandes empresarios (del campo y la ciudad) y los grandes sindicatos están en condiciones de vetar actos de la política económica o, en el peor de los casos, de defenderse de las decisiones del gobierno o de trasladar sus costos a consumidores y usuarios.

Caminos que conducen a una Gran Crisis

Pese a que en el horizonte próximo existen favorables condiciones externas y no se advierten problemas de gobernabilidad, las actuales dificultades (inflación, tipo de cambio, déficit público, energía) podrían abocarnos a una Gran Crisis si el Gobierno de doña Cristina FERNÁNDEZ de KIRCHER termina por exasperar a la mayoría de los argentinos con sus relatos cargados de fantasías y voluntarismos.

Pero, tal y como ocurriera en 1975, el principal peligro para la estabilidad económica y la paz social viene de las medidas y acciones vinculadas con la distribución de las rentas. Conviene recordar que en 1954, ante una severa crisis, el Presidente PERON dijo: “Se ha repartido todo lo posible; para repartir más, hay que producir más”. Si las grandes empresas pretenden maximizar sus ganancias y, simétricamente, los sindicatos recaen en la irresponsabilidad del sálvese quién pueda, tendremos, lamentablemente, servida una nueva Gran Crisis que, quizá, se conozca con el nombre de “cristinazo”. Ojalá el Gobierno atine a rectificar y a definir un plan que frene el deterioro económico y nos sitúe en la senda del crecimiento, la productividad y la paz social.
(Para "El Tribuno" de Salta)

REFORMAR EL COMERCIO Y LOS SERVICIOS, Y EDUCAR AL CONSUMIDOR


Vivimos, en la Argentina y en Salta, inmersos en un “capitalismo salvaje”, que es -además- un “capitalismo de amigos”. Agobiados por un régimen que ha logrado trasvasar a la economía una regla maoísta pensada para organizar las relaciones políticas: “Al amigo, todo. Al enemigo, ni justicia”. Lo muestra, por ejemplo, el caso de los juegos de azar, transformados en máquina de esquilmar a quienes caen en sus redes, para financiar la actividad política de los amigos poderosos.

Cuando hablo de “capitalismo salvaje”, pienso en la ausencia o ineficacia de los poderes que toda democracia constitucional desarrolla para moderar las furias del mercado. En nuestro concreto caso, el Estado (el mismo que se apropia de casi la mitad del esfuerzo nacional y que erosiona nuestros ingresos emitiendo toneladas de papel moneda), se ha convertido en actor y promotor de las salvajadas de actores económicos desbocados. Las cúpulas sindicales, asociadas al régimen, sólo atinan a ensayar -como acaba de recordarlo la Presidenta Kirchner ante un atónito señor Caló- las viejas recetas defensivas que rezuman ideas corporativas e insolidarias. Las organizaciones no gubernamentales navegan entre la indiferencia de los poderes públicos, su escaso peso representativo y la falta de recursos para enfrentar a los “poderes salvajes” que están adueñándose del futuro de todos. Es el caso de la especulación inmobiliaria que destruye la ciudad de Salta ante la mirada boba de sus autoridades y alimenta una burbuja que amenaza el patrimonio de pequeños ahorristas.

La “Cámpora” o cada uno de nosotros

Como he recordado en una columna anterior, el peronismo redescubre periódicamente su pasión por controlar todos los precios y anunciar que perseguirá a reales o presuntos “agiotistas y especuladores”. Lo hace algunas veces apelando a caras amables (como la del histórico Secretario de Comercio de Perón, don Miguel Revestido), y otras a rostros fieros y a modales iracundos. Pese a que no hay antecedentes de que esta obsesión haya producido beneficios duraderos para el conjunto social, el kirchnerismo se muestra inasequible al desaliento.

Si en los años de 1970 el Gobierno exhortaba a las juventudes voluntarias y a los sindicatos a recorrer comercios y fronteras para desenmascarar a los desaprensivos, en los agitados meses que corren la Presidente Kirchner moviliza a sus jóvenes rentados con el mismo propósito. Pero, al menos yo, no veo resultados tangibles; los precios, como lo explicaba Perón, siguen subiendo por el ascensor mientras los salarios (de los que tienen empleo) procuran movilizarse a través de escaleras cada vez más estrechas y precarias. Por tanto, he decidido revisar mis compras cotidianas tratando de eludir a los agentes de este “capitalismo salvaje”, y buscando nuevos proveedores: Así he logrado rebajar el precio que venía pagando por la miel, frutas y verduras, lácteos, artículos de limpieza e higiene, bebidas, dulces e incluso, comidas preparadas.

Mi nueva estrategia de aprovisionamiento huye de los supermercados tradicionales (que esquilman tanto a sus proveedores como a sus clientes, entre los que hay que contar los beneficiarios de los planes sociales), abandonar marcas presuntuosas, y buscar pequeños comercios, productores directos, artesanos, ofertas leales, mayoristas. La tarea no es fácil porque hay que recorrer, preguntar, comparar y regatear como en Marrakech, pero el resultado es bueno y se traduce en un ahorro estimable.

Mientras tanto, el Gobierno, fiel a su férreo compromiso con el “capitalismo salvaje” cierra a machete las mini importaciones, a través de las cuales pequeños consumidores encontraban en China productos, calidades y precios impensables en la Argentina. Para colmo, amenaza con cruzar la línea roja y restringir la importación de libros, dañando la circulación de ideas. Hay que decir que esta ola de reforzada autarquía perjudica a los consumidores y, exponencialmente, beneficia a los agentes locales del “capitalismo salvaje”; sobre todo a la cadena textil y de electrodomésticos.

Reformar las estructuras comerciales

Mis visitas a nuevos proveedores de bienes para el consumo doméstico, confirma mi percepción de que hace falta encarar una reforma de las estructuras comerciales para liquidar monopolios y descentralizar el tráfico de mercaderías. Resulta igualmente imprescindible rebajar el IVA y los fletes (el señor Urtubey, a quién aburren estas minucias, y busca convertirse en un gran actor nacional, acaba de referirse a esto). Tanto como educar a consumidores y usuarios y promover a sus organizaciones. Obligar a que cada uno exhiba sus precios y abordar la estructura del sector servicios es también urgente si de verdad queremos abatir a la inflación. Tenemos que pensar cómo impedir los abusos que, al socaire de la inflación, pone por las nubes las tarifas de electricistas, plomeros, instaladores, albañiles, gasistas, fleteros, informáticos o profesionales liberales. Por supuesto, esto funcionará en el marco de una política económica distinta, coherente y rigurosa, que se proponga como objetivos el empleo, la productividad y el bienestar.       
(Para "El Tribuno" de Salta)