sábado, 18 de mayo de 2013

UN DICTADOR CRUEL QUE DESPRECIO LA VERDAD HASTA SU MUERTE


La muerte de un ser humano alienta expresiones de pesar, provoca elogios (no siempre merecidos) o convoca al respeto y al silencio. En otro plano, el derecho declara extinguida las acciones penales contra los fallecidos. Sin embargo, las reglas humanitarias sufren alteraciones, más o menos profundas, en el caso de la muerte de hombres públicos, y son de difícil observancia cuando el que muere es un dictador. Me refiero, obviamente a su actuación pública, no a su vida privada que, a mi entender, merece invariable respeto.

Jorge Rafael Videla, jefe del Ejército, pretextando luchar contra el terrorismo de civiles enfermos de mesianismo izquierdista o seudo-izquierdista, derrocó el Gobierno presidido por Isabel Perón; un Gobierno constitucional, pero decadente, abrumado por la violencia y sin rumbo.

Pese a que el dictador fallecido prohijó el asesinato y la tortura, y a que sus esbirros en Salta encarcelaron y vejaron a amigos y compañeros, y me condenaron -junto con mi familia- al exilio, estoy seguro de escribir estas líneas sin odios ni rencores.

Videla instauró un régimen atroz fundado en el desprecio de todos y cada uno de los derechos fundamentales. Lo hizo desde una precariedad intelectual y una amoralidad con pocos precedentes en la Argentina y en el mundo.

Diciendo defender valores occidentales y cristianos construyó una dictadura que nada tiene que envidiar a las de Stalin o Pol Pot. En realidad, actúo guiado por un mesianismo derechista que autorizaba incluso las formas aberrantes del terror. Nunca tuvo la grandeza de reconocer sus errores y dar razón de los crímenes cometidos bajo su mando ni de sus circunstancias.

Su vida pública fue absorbida por su trayectoria militar y por su actuación tan cruel como gris. Su muerte tienen dos características singulares: Murió preso y sólo.

Sobre el primer hecho hay que deplorar las inconsecuencias jurídicas que empañaron algunos de los recientes procesos a los que fue sometido en razón de sus crímenes. Y hay que deplorar también que las actuaciones judiciales resolvieran amnistiar a los jefes de los otros dos ejércitos privados que primero se alzaron contra el Gobierno constitucional y luego entraron en combate contra la dictadura que, de uno u otro modo, habían, con su actuación antidemocrática,  contribuido a instalar.

Respecto de su soledad política diré que, si bien expresa un cierto arrepentimiento de quienes celebraron y aplaudieron al dictador, habla también de la pusilanimidad de la peor derecha argentina incapaz de asumir sus responsabilidades. No solo Videla rehusó la autocrítica y eligió ocultar, más allá de todo límite moral, los atroces hechos perpetrados.  

Aunque no es este el momento ni el lugar para profundizar en este asunto, pienso que si bien la democracia instaurada en 1983 logró importantes éxitos en materia de esclarecimiento de algunos hechos y de depuración de algunas responsabilidades, no llegó hasta el fondo de las investigaciones, en tanto no pudo contra el pacto de silencio y la conjura de los máximos responsables. En este sentido son, lamentablemente, muchos los asuntos y detalles que los jefes de la represión mantienen ocultos hasta que la desmemoria o la muerte los alcanza.  

La muerte de Videla debería servirnos para reflexionar sobre los efectos indeseables y perversos que acarrea vulnerar la Constitución Nacional.

La actual Presidenta debería, a su vez, advertir los peligros del renacido mesianismo que alienta el odio y la división de los argentinos. Esta idea, que Videla expresó excluyendo del mundo de los derechos a los “corruptos y subversivos”, no puede ser reeditada dividiendo a los argentinos  entre “nosotros los buenos” y “ellos los malos”.

Recordar aquellos años de terror y perversión debería alumbrar la coincidencia de que no queremos una nueva dictadura. Ni militar, ni montonera, ni civil.