La muerte de un ser humano alienta
expresiones de pesar, provoca elogios (no siempre merecidos) o convoca al
respeto y al silencio. En otro plano, el derecho declara extinguida las
acciones penales contra los fallecidos. Sin embargo, las reglas humanitarias
sufren alteraciones, más o menos profundas, en el caso de la muerte de hombres
públicos, y son de difícil observancia cuando el que muere es un dictador. Me
refiero, obviamente a su actuación pública, no a su vida privada que, a mi
entender, merece invariable respeto.
Jorge Rafael Videla, jefe del Ejército, pretextando
luchar contra el terrorismo de civiles enfermos de mesianismo izquierdista o
seudo-izquierdista, derrocó el Gobierno presidido por Isabel Perón; un Gobierno
constitucional, pero decadente, abrumado por la violencia y sin rumbo.
Pese a que el dictador fallecido prohijó el
asesinato y la tortura, y a que sus esbirros en Salta encarcelaron y vejaron a
amigos y compañeros, y me condenaron -junto con mi familia- al exilio, estoy
seguro de escribir estas líneas sin odios ni rencores.
Videla instauró un régimen atroz fundado en
el desprecio de todos y cada uno de los derechos fundamentales. Lo hizo desde
una precariedad intelectual y una amoralidad con pocos precedentes en la
Argentina y en el mundo.
Diciendo defender valores occidentales y
cristianos construyó una dictadura que nada tiene que envidiar a las de Stalin
o Pol Pot. En realidad, actúo guiado por un mesianismo derechista que
autorizaba incluso las formas aberrantes del terror. Nunca tuvo la grandeza de
reconocer sus errores y dar razón de los crímenes cometidos bajo su mando ni de
sus circunstancias.
Su vida pública fue absorbida por su trayectoria
militar y por su actuación tan cruel como gris. Su muerte tienen dos
características singulares: Murió preso y sólo.
Sobre el primer hecho hay que deplorar las inconsecuencias
jurídicas que empañaron algunos de los recientes procesos a los que fue
sometido en razón de sus crímenes. Y hay que deplorar también que las
actuaciones judiciales resolvieran amnistiar a los jefes de los otros dos
ejércitos privados que primero se alzaron contra el Gobierno constitucional y
luego entraron en combate contra la dictadura que, de uno u otro modo, habían,
con su actuación antidemocrática, contribuido a instalar.
Respecto de su soledad política diré que, si
bien expresa un cierto arrepentimiento de quienes celebraron y aplaudieron al
dictador, habla también de la pusilanimidad de la peor derecha argentina
incapaz de asumir sus responsabilidades. No solo Videla rehusó la autocrítica y
eligió ocultar, más allá de todo límite moral, los atroces hechos perpetrados.
Aunque no es este el momento ni el lugar para
profundizar en este asunto, pienso que si bien la democracia instaurada en 1983
logró importantes éxitos en materia de esclarecimiento de algunos hechos y de depuración
de algunas responsabilidades, no llegó hasta el fondo de las investigaciones,
en tanto no pudo contra el pacto de silencio y la conjura de los máximos
responsables. En este sentido son, lamentablemente, muchos los asuntos y
detalles que los jefes de la represión mantienen ocultos hasta que la
desmemoria o la muerte los alcanza.
La muerte de Videla debería servirnos para
reflexionar sobre los efectos indeseables y perversos que acarrea vulnerar la
Constitución Nacional.
La actual Presidenta debería, a su vez,
advertir los peligros del renacido mesianismo que alienta el odio y la división
de los argentinos. Esta idea, que Videla expresó excluyendo del mundo de los
derechos a los “corruptos y subversivos”, no puede ser reeditada dividiendo a
los argentinos entre “nosotros los
buenos” y “ellos los malos”.
Recordar aquellos años de terror y perversión
debería alumbrar la coincidencia de que no queremos una nueva dictadura. Ni
militar, ni montonera, ni civil.
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