viernes, 11 de junio de 2010

Borges y la esperanza

En los años 60, como buen peronista formado en la escuela de la llamada “izquierda nacional”, sentía yo una especial antipatía por Jorge Luis Borges. Aceptaba, e incluso promovía, una suerte de veto intelectual a su obra, en actitud que era compatible con un simétrico entusiasmo por autores como Leopoldo Marechal o Macedonio Fernández.

Mantuve esta antipatía hasta que en los primeros años setenta mi padre me regaló un ejemplar de las obras completas del autor a quién desdeñaba, sin haberlo leído, por su adscripción política y por sus opciones literarias y sociales.

El libro permaneció cerrado en mi biblioteca hasta que en la trágica noche del 24 de marzo de 1976 decidí -casi impensadamente- elegirlo como compañero del exilio interior que habría de durar tres larguísimos meses. Por supuesto, devoré sus páginas alumbrado por la débil luz que imponía la ingenua prudencia con la que pretendía despistar a los servicios de inteligencia de la dictadura.

Viene todo esto a cuento para referirme a mi reciente descubrimiento de “El tamaño de mi esperanza”, la selección de ensayos y relatos que Jorge Luis Borges escribió en 1926 y que más tarde rehusó reeditar e incluir en sus obras completas. El primero de esos ensayos, el que precisamente da nombre a la colección, es sencillamente magnífico más allá de (o quizá merced a) su declarado criollismo y su desdén por quienes, en palabras de este Borges, creen que el sol y la luna están en Europa.

Bien es verdad que más adelante nuestro genial autor precisa sus ideas diciendo “No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corrientes de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos. El segundo, que antes fue palabra de acción, hoy es palabra de nostalgia”.

Resulta, naturalmente, un ejercicio de imprudencia leer al Borges de “El tamaño de mi esperanza” en clave local y contemporánea o ignorando las evidentes diferencias contextuales.

Pero no deja de ser curioso que el progresismo de entonces tuviera como modelo a las sociedades más desarrolladas del norte, mientras que el autodenominado progresismo contemporáneo se identifica con una suerte de criollismo autárquico, soberbio y quejumbroso. Una curiosidad que se suma al desprecio que ese nuestro seudo progresismo siente por la seguridad jurídica que fue, como lo recuerda Gabriel TORTELLA, uno de los motores de las revoluciones democratizadoras inglesa y francesa.

Vuelvo a Borges para decir que aquel pedido de ayuda para encontrar un criollismo “que sea conversador del mundo” no ha encontrado aún una respuesta operativa. Aunque es de una fuerte resonancia actual la apelación de Borges a la esperanza que, en su concepción, es la condición para que lo venidero se anime a ser presente.

(Para FM Aries)

jueves, 10 de junio de 2010

El sexto sentido

¿Es posible tomar decisiones acertadas en dos segundos? Al parecer pueden lograrlo quienes poseen un alto nivel de inteligencia intuitiva, como lo explica Malcolm GLADWELL en el interesante libro que acabo de leer.

Es seguro que todos los seres humanos disponemos, en mayor o menor grado, de esta potente herramienta que nos ayuda a prevenir, a seleccionar (amistades o amores por ejemplo), a resolver problemas, a identificar itinerarios o, llegado el caso, a enfrentar con éxito situaciones de conflicto.

A sabiendas de que esta capacidad humana, como todas las otras, esta desigualmente repartida y conduce a resultados desparejos, algunos científicos están desarrollando técnicas para su mejor ejecutoria y aplicación provechosa.

Los problemas que plantea la “administración” de nuestra inteligencia intuitiva son arduos. ¿Cómo eliminar los prejuicios que la nublan? ¿Cómo prevenir apresuramientos malsanos? ¿Cómo distinguir la intuición inteligente de la rudimentaria especulación de los chantas?

En fin, no me propongo entrar aquí en honduras para las que no estoy preparado. Quisiera, si, hacer dos breves referencias al tema de la inteligencia intuitiva.

La primera tiene que ver con dos queridas tías mías que solían afirmar que los miembros de su etnia eran seres privilegiados por la posesión de lo que ellas llamaban un sexto sentido, que les permitía moverse en un mundo no por pequeño menos cargado de amenazas. Aquellas nobles tías eran capaces de determinar, en segundo, quién formaba del lado de los buenos, quién tenía la fea costumbre de la deslealtad o de la mentira.

La segunda incursiona en el terreno de la política. Como resulta evidente, los responsables gubernamentales de cualquier parte del mundo están obligados a adoptar decisiones rápidas, tras seleccionar los datos que estiman relevantes.

Lo hacen, desde luego, los líderes que hoy ejercen el poder desde Las Costas o desde Olivos. Con una particularidad: sus probabilidades de acertar vienen reducidas, muchas veces, por las anteojeras ideológicas que deforman la realidad. Es el caso, por ejemplo, de las decisiones adoptadas respecto de las actividades agrícolas, ganaderas y agroindustriales.

En otras oportunidades, el desacierto proviene de haber adoptado la decisión con retraso o partiendo de un notorio desconocimiento de los términos globales de cada asunto. Es el caso de las decisiones que toma la Presidente en temas de política exterior (Malvinas o Uruguay) o de los desaciertos que poblaron su reciente visita a España.

Pienso que nuestra república precisa de una nueva generación de líderes intuitivos y cultos, con mirada cosmopolita y local, que actúen guidados por valores y no por prejuicios ideológicos ni por la mera búsqueda del poder.

(Para FM Aries)

miércoles, 9 de junio de 2010

¿Qué es la patria?

Los festejos del bicentenario argentino han sido ocasión propicia para hablar y reflexionar acerca de la patria, su existencia, su estado y su futuro.

Ahora bien si, como opinan algunos, patria es la tierra donde se ha nacido los lazos del patriotismo son más sólidos con y dentro de la llamada patria chica. En este caso, con Salta antes o más que con la Argentina. A la misma audaz conclusión llegan quienes piensan que la patria es el lugar donde residen los recuerdos y los muertos queridos.

Desde este punto de vista, habría que buscar en otro lado aquello que une a los habitantes de una nación determinada. Sería entonces lícito preguntarse, por ejemplo, qué une a un salteño con un chubutense o un pampeano, y qué lo separa de un tarijeño, por poner un caso expresivo.

Las repuestas que reenvían a la historia, a la lengua, a los límites geográficos o a las creencias o a los demonios comunes no parecen resolver definitivamente el problema. Es esta insuficiencia de los conceptos tradicionales la que ha llevado a algunos pensadores a hablar del patriotismo constitucional. Según esta nueva mirada, la patria sería aquel lugar donde todos sus habitantes están regidos y protegidos por una Constitución política construida alrededor de un consenso amplio, sustantivo y de larga vigencia.

Dicho en otros términos: lo que une de verdad a salteños, santiagueños, sanjuaninos y rionegrinos es, en lo fundamental, la común referencia a la Constitución Nacional cuando se trata de definir derechos y obligaciones y de fijar las reglas para la convivencia pacífica.

Sin embargo, cuando las cosas se analizan desde esta óptica, no es difícil pensar que nuestra patria atraviesa su bicentenario dividida, enfrentada, crispada y, si acaso, desorientada.

Esta suerte de crisis de identidad estaría originada, entonces, en la debilidad que entre nosotros tiene el consenso constitucional. Una debilidad que es fruto a su vez de la manipulación de la Carta Magna, de la falta de correspondencia entre nuestras instituciones realmente existentes y las pautas aprobadas en 1853, entre el programa económico y social inspirado en Alberdi y lo cotidiano.

Las diferentes segmentaciones que fuimos inventando, creyendo entendernos, no hicieron sino agregar divisiones. Me refiero a las patrias peronista, socialista, metalúrgica, contratista, financiera u otras de igual estirpe. También a la patria kirchnerista que, por su carácter excluyente, está, como las otras, incapacitada para albergarnos a todos.

No puede haber patria en su sentido más abarcador allí donde impera, por ejemplo, un derecho penal de los vencedores, diferente al derecho penal para los vencidos.

La reconstrucción de la Nación Argentina pasa, entonces, por la reunión de los argentinos alrededor de nuestra Constitución y de su efectiva vigencia.

(Para FM Aries)