viernes, 16 de abril de 2010

Turismo en España, Turismo en Salta

Hacia finales de los años 50, las clases medias de los países fríos de Europa descubrieron las excelencias del sol y de las playas españolas, e invadieron la península y sus islas.

La llegada de miles de suecas y danesas que se destapaban para beberse el sol mediterráneo, además de dinamizar el turismo, revolucionó la imaginación erótica de los españoles, hasta entonces lastrada por el discurso de la dictadura franquista y por la férrea disciplina que imponía el tradicionalismo moral de la hegemónica Castilla.

Pero más allá de este aspecto, para nada secundario, lo cierto es que el turismo se convirtió pronto en uno de los motores más potentes de la economía española.

La afluencia de visitantes, que en términos anuales superaban al número de habitantes, hizo florecer la construcción y la hotelería. Desde entonces y hasta bien hace un par de años, la especulación inmobiliaria vivió un auge que terminó corrompiendo a determinados segmentos de la clase política española y degradando hasta extremos inconcebibles las playas y demás bellezas hispánicas.

El afán por edificar cada vez más cerca del mar, revistió de cemento las costas dañando las bellezas naturales. La especulación, cierta negligencia oficial, la horrible alianza entre constructores y poder municipal, y la pasividad ciudadana ennegrecieron el ambiente, contaminaron las playas y degradaron el negocio que hoy, en sus segmentos más bajos, agoniza.

La ideología falsamente productivista, junto con la ausencia de criterios políticos y empresariales basados en la calidad y en la defensa del medio ambiente, acompañaron hasta aquí aquel proceso.
Traigo este ejemplo a colación, para alertar a los salteños (que vivimos afortunadamente un auge del turismo), acerca de la necesidad de defender nuestras bellezas naturales, nuestros cascos históricos, el equilibrio urbano y el medio ambiente.

El turismo es bienvenido, pero siempre a condición de que no se convierta en un pretexto para arrasar con todo. En este sentido, el Gobierno de la Provincia haría bien definiendo un modelo de desarrollo turístico compatible con aquellos equilibrios y con determinados valores que los salteños compartimos.

Y los municipios, conjunción de vecinos y autoridades, deberían blindarse contra los cantos de sirena de inversores reales o presuntos que intentan emprender hoteles desmesurados llevándose por delante árboles, ríos, animales, flora nativos y Ordenanzas municipales.

Digo esto porque en San Lorenzo y zonas aledañas, están registrándose amenazas de este tipo. Sería bueno aprender de los españoles y evitar que nuestras bellezas desaparezcan bajo las topadoras guiadas por empresarios que no saben hacer compatible sus intereses con los intereses colectivos.

lunes, 12 de abril de 2010

El quorum: arma del subdesarrollo político

En nuestro país hay quienes atribuyen el desprestigio de la política y de los políticos a la maledicencia de la prensa. En vez de analizar los hechos con sentido autocrítico, prefieren acudir a explicaciones conspirativas.

Lo que no funciona, los malos resultados, la ineficacia, todo es responsabilidad de otros. De la oposición, si se está en el gobierno; del “partido judicial” (esperpéntica creación de portavoces oficiales); del gobierno, si se es opositor. En los años setenta los demonios que expiaban las propias culpas eran la sinarquía internacional, los judeo masónicos, la subversión (en definición que abarcaba a cualquiera que no comulgara con los dictadores) o esa implacable alianza entre la oligarquía vacuna y el imperialismo yanqui.

Encontrar un chivo expiatorio tranquilizaba y tranquiliza conciencias poco rigurosas. Más aún en interregnos autoritarios que se fundan, precisamente, en la demonización del disidente y en la celebración de las incondicionalidades y de los verticalismos.

Para no quedarme en conceptos genéricos, me referiré al desprestigio de la actividad parlamentaria. Vale decir, al creciente y antiguo malestar de la ciudadanía con representantes que no representan, legisladores que no legislan, parlamentarios que no parlamentan.

Dejando para otra oportunidad aquellas causas del desprestigio que tienen que ver con la escasa calidad de los debates, con la carencia de ideas o con la resignación de facultades de control, me centraré en aspectos si se quiere formales aunque no menos importantes.

Que nuestras cámaras legislativas nacionales y provinciales se reúnan poco y mal, provoca justa irritación cívica; sobre todo cuando la agenda de asuntos a tratar y resolver es creciente y urgente.

En este sentido, la virtual parálisis que sufre el Congreso de la Nación es el resultado de varios factores. En primer lugar, de la férrea voluntad del Gobierno que se sabe en minoría de esquivar pronunciamientos adversos, desconociendo los resultados de las últimas elecciones.

Pero también de la incapacidad de la variopinta oposición para coordinar sus posiciones y alcanzar acuerdos mínimos que restablezcan equilibrios básicos en el funcionamiento de las instituciones de la república.

En esta puja casi primitiva, ambas partes abusan del arma del quórum.

Vale decir, paralizan las deliberaciones cuando no tienen la certeza de imponer sus puntos de vista. Así, diputados y senadores se transforman en filibusteros. En cómodos filibusteros que, a diferencia de sus predecesores, no bloquean los debates hablando horas eternas, sino a través del fácil y antidemocrático artilugio de no bajar al recinto. O sea, de no dar quórum.