En nuestro país hay quienes atribuyen el desprestigio de la política y de los políticos a la maledicencia de la prensa. En vez de analizar los hechos con sentido autocrítico, prefieren acudir a explicaciones conspirativas.
Lo que no funciona, los malos resultados, la ineficacia, todo es responsabilidad de otros. De la oposición, si se está en el gobierno; del “partido judicial” (esperpéntica creación de portavoces oficiales); del gobierno, si se es opositor. En los años setenta los demonios que expiaban las propias culpas eran la sinarquía internacional, los judeo masónicos, la subversión (en definición que abarcaba a cualquiera que no comulgara con los dictadores) o esa implacable alianza entre la oligarquía vacuna y el imperialismo yanqui.
Encontrar un chivo expiatorio tranquilizaba y tranquiliza conciencias poco rigurosas. Más aún en interregnos autoritarios que se fundan, precisamente, en la demonización del disidente y en la celebración de las incondicionalidades y de los verticalismos.
Para no quedarme en conceptos genéricos, me referiré al desprestigio de la actividad parlamentaria. Vale decir, al creciente y antiguo malestar de la ciudadanía con representantes que no representan, legisladores que no legislan, parlamentarios que no parlamentan.
Dejando para otra oportunidad aquellas causas del desprestigio que tienen que ver con la escasa calidad de los debates, con la carencia de ideas o con la resignación de facultades de control, me centraré en aspectos si se quiere formales aunque no menos importantes.
Que nuestras cámaras legislativas nacionales y provinciales se reúnan poco y mal, provoca justa irritación cívica; sobre todo cuando la agenda de asuntos a tratar y resolver es creciente y urgente.
En este sentido, la virtual parálisis que sufre el Congreso de la Nación es el resultado de varios factores. En primer lugar, de la férrea voluntad del Gobierno que se sabe en minoría de esquivar pronunciamientos adversos, desconociendo los resultados de las últimas elecciones.
Pero también de la incapacidad de la variopinta oposición para coordinar sus posiciones y alcanzar acuerdos mínimos que restablezcan equilibrios básicos en el funcionamiento de las instituciones de la república.
En esta puja casi primitiva, ambas partes abusan del arma del quórum.
Vale decir, paralizan las deliberaciones cuando no tienen la certeza de imponer sus puntos de vista. Así, diputados y senadores se transforman en filibusteros. En cómodos filibusteros que, a diferencia de sus predecesores, no bloquean los debates hablando horas eternas, sino a través del fácil y antidemocrático artilugio de no bajar al recinto. O sea, de no dar quórum.
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