En los años 60, como buen peronista formado en la escuela de la llamada “izquierda nacional”, sentía yo una especial antipatía por Jorge Luis Borges. Aceptaba, e incluso promovía, una suerte de veto intelectual a su obra, en actitud que era compatible con un simétrico entusiasmo por autores como Leopoldo Marechal o Macedonio Fernández.
Mantuve esta antipatía hasta que en los primeros años setenta mi padre me regaló un ejemplar de las obras completas del autor a quién desdeñaba, sin haberlo leído, por su adscripción política y por sus opciones literarias y sociales.
El libro permaneció cerrado en mi biblioteca hasta que en la trágica noche del 24 de marzo de 1976 decidí -casi impensadamente- elegirlo como compañero del exilio interior que habría de durar tres larguísimos meses. Por supuesto, devoré sus páginas alumbrado por la débil luz que imponía la ingenua prudencia con la que pretendía despistar a los servicios de inteligencia de la dictadura.
Viene todo esto a cuento para referirme a mi reciente descubrimiento de “El tamaño de mi esperanza”, la selección de ensayos y relatos que Jorge Luis Borges escribió en 1926 y que más tarde rehusó reeditar e incluir en sus obras completas. El primero de esos ensayos, el que precisamente da nombre a la colección, es sencillamente magnífico más allá de (o quizá merced a) su declarado criollismo y su desdén por quienes, en palabras de este Borges, creen que el sol y la luna están en Europa.
Bien es verdad que más adelante nuestro genial autor precisa sus ideas diciendo “No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corrientes de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos. El segundo, que antes fue palabra de acción, hoy es palabra de nostalgia”.
Resulta, naturalmente, un ejercicio de imprudencia leer al Borges de “El tamaño de mi esperanza” en clave local y contemporánea o ignorando las evidentes diferencias contextuales.
Pero no deja de ser curioso que el progresismo de entonces tuviera como modelo a las sociedades más desarrolladas del norte, mientras que el autodenominado progresismo contemporáneo se identifica con una suerte de criollismo autárquico, soberbio y quejumbroso. Una curiosidad que se suma al desprecio que ese nuestro seudo progresismo siente por la seguridad jurídica que fue, como lo recuerda Gabriel TORTELLA, uno de los motores de las revoluciones democratizadoras inglesa y francesa.
Vuelvo a Borges para decir que aquel pedido de ayuda para encontrar un criollismo “que sea conversador del mundo” no ha encontrado aún una respuesta operativa. Aunque es de una fuerte resonancia actual la apelación de Borges a la esperanza que, en su concepción, es la condición para que lo venidero se anime a ser presente.
(Para FM Aries)
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