Vivimos, en la Argentina y en Salta, inmersos
en un “capitalismo salvaje”, que es -además- un “capitalismo de amigos”.
Agobiados por un régimen que ha logrado trasvasar a la economía una regla
maoísta pensada para organizar las relaciones políticas: “Al amigo, todo. Al
enemigo, ni justicia”. Lo muestra, por ejemplo, el caso de los juegos de azar,
transformados en máquina de esquilmar a quienes caen en sus redes, para
financiar la actividad política de los amigos poderosos.
Cuando hablo de “capitalismo salvaje”, pienso
en la ausencia o ineficacia de los poderes que toda democracia constitucional desarrolla para moderar las furias del
mercado. En nuestro concreto caso, el Estado (el mismo que se apropia de casi
la mitad del esfuerzo nacional y que erosiona nuestros ingresos emitiendo toneladas
de papel moneda), se ha convertido en actor y promotor de las salvajadas de
actores económicos desbocados. Las cúpulas sindicales, asociadas al régimen,
sólo atinan a ensayar -como acaba de recordarlo la Presidenta Kirchner ante un
atónito señor Caló- las viejas recetas defensivas que rezuman ideas
corporativas e insolidarias. Las organizaciones no gubernamentales navegan
entre la indiferencia de los poderes públicos, su escaso peso representativo y
la falta de recursos para enfrentar a los “poderes salvajes” que están
adueñándose del futuro de todos. Es el caso de la especulación inmobiliaria que
destruye la ciudad de Salta ante la mirada boba de sus autoridades y alimenta
una burbuja que amenaza el patrimonio de pequeños ahorristas.
La “Cámpora”
o cada uno de nosotros
Como he recordado en una columna anterior, el
peronismo redescubre periódicamente su pasión por controlar todos los precios y
anunciar que perseguirá a reales o presuntos “agiotistas y especuladores”. Lo
hace algunas veces apelando a caras amables (como la del histórico Secretario
de Comercio de Perón, don Miguel Revestido), y otras a rostros fieros y a
modales iracundos. Pese a que no hay antecedentes de que esta obsesión haya
producido beneficios duraderos para el conjunto social, el kirchnerismo se
muestra inasequible al desaliento.
Si en los años de 1970 el Gobierno exhortaba
a las juventudes voluntarias y a los sindicatos a recorrer comercios y
fronteras para desenmascarar a los desaprensivos, en los agitados meses que
corren la Presidente Kirchner moviliza a sus jóvenes rentados con el mismo
propósito. Pero, al menos yo, no veo resultados tangibles; los precios, como lo
explicaba Perón, siguen subiendo por el ascensor mientras los salarios (de los
que tienen empleo) procuran movilizarse a través de escaleras cada vez más
estrechas y precarias. Por tanto, he decidido revisar mis compras cotidianas tratando
de eludir a los agentes de este “capitalismo salvaje”, y buscando nuevos
proveedores: Así he logrado rebajar el precio que venía pagando por la miel,
frutas y verduras, lácteos, artículos de limpieza e higiene, bebidas, dulces e
incluso, comidas preparadas.
Mi nueva estrategia de aprovisionamiento huye
de los supermercados tradicionales (que esquilman tanto a sus proveedores como
a sus clientes, entre los que hay que contar los beneficiarios de los planes
sociales), abandonar marcas presuntuosas, y buscar pequeños comercios,
productores directos, artesanos, ofertas leales, mayoristas. La tarea no es fácil
porque hay que recorrer, preguntar, comparar y regatear como en Marrakech, pero
el resultado es bueno y se traduce en un ahorro estimable.
Mientras tanto, el Gobierno, fiel a su férreo
compromiso con el “capitalismo salvaje” cierra a machete las mini importaciones,
a través de las cuales pequeños consumidores encontraban en China productos,
calidades y precios impensables en la Argentina. Para colmo, amenaza con cruzar
la línea roja y restringir la importación de libros, dañando la circulación de
ideas. Hay que decir que esta ola de reforzada autarquía perjudica a los
consumidores y, exponencialmente, beneficia a los agentes locales del
“capitalismo salvaje”; sobre todo a la cadena textil y de electrodomésticos.
Reformar las
estructuras comerciales
Mis visitas a nuevos proveedores de bienes
para el consumo doméstico, confirma mi percepción de que hace falta encarar una
reforma de las estructuras comerciales para liquidar monopolios y
descentralizar el tráfico de mercaderías. Resulta igualmente imprescindible
rebajar el IVA y los fletes (el señor Urtubey, a quién aburren estas minucias,
y busca convertirse en un gran actor nacional, acaba de referirse a esto).
Tanto como educar a consumidores y usuarios y promover a sus organizaciones.
Obligar a que cada uno exhiba sus precios y abordar la estructura del sector
servicios es también urgente si de verdad queremos abatir a la inflación.
Tenemos que pensar cómo impedir los abusos que, al socaire de la inflación,
pone por las nubes las tarifas de electricistas, plomeros, instaladores, albañiles,
gasistas, fleteros, informáticos o profesionales liberales. Por supuesto, esto
funcionará en el marco de una política económica distinta, coherente y
rigurosa, que se proponga como objetivos el empleo, la productividad y el
bienestar.
(Para "El Tribuno" de Salta)
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