La exacerbación de la inflación, del odio y
del relato, tres de los motores del kirchnerismo, está en la raíz de los
recientes conflictos seguidos de desmanes y violencias.
La escalada de los precios asfixia a las
economías familiares y deprecia salarios, jubilaciones y ayudas sociales. La
idea de que la política exige la identificación de enemigos a los que sólo cabe
machacar sin piedad, caló hondo en nuestra cultura y demuestra ahora su
carácter reversible: muchas de las víctimas odian también a los profetas del
odio. Algunas frases del relato (“no criminalizar la protesta”) y la absurda
inercia que lleva al Gobierno a despreciar a las fuerzas armadas y de
seguridad, no ayudan a la hora de preservar la paz interior.
La ideología de que la pobreza y la exclusión
se suprimen con ayudas económicas, aparece desmentida por la realidad. Otro
tanto sucede con el desdén que las autoridades expresan por el ejército de
jóvenes que ni estudian ni trabajan. El fracaso del sistema educativo, que es
también el fracaso de miles y miles de estudiantes, y un orden laboral que se
sostiene merced al trabajo en negro y a la creciente presencia de asalariados
pobres, muestran una realidad en donde mueren las esperanzas y anidan
violencias de todo tipo.
La corrupción, los lujos y derroches que
impúdicamente exhiben un sector de la clase dirigente y muchos ricos y famosos,
abonan la idea de que vivimos en una sociedad híper injusta en donde la aplicación
al estudio y al trabajo honrado va dejando de ser el camino para realizar
sueños y construir una vida digna.
A su vez, en ciudades como Salta, la pobreza
es caldo de cultivo para los mercaderes suburbanos de la droga que intoxican y
matan a niños y adolescentes, a la par que construyen una suerte de “estado
criminal” con lugartenientes que disciernen premios y castigos, y con bandas
que siembran el terror e imponen la ley del miedo. En realidad, mirada
globalmente, Salta está dejando de ser linda (afeada por la especulación
inmobiliaria, por las cloacas a cielo abierto, por la destrucción de bosques,
por la falta de agua potable y por la degradación cultural) y está -más que
antes- lejos de ser justa.
El renacer
de agudos conflictos salariales
Los reclamos de los trabajadores que se
desempeñan en las policías provinciales han encendido -tarde- las alarmas y han
dejado al descubierto lagunas institucionales, gestiones improvisadas, y las
consecuencias de la impericia con la que muchos gobiernos, siguiendo la
anacrónica estela kirchnerista, tratan a las fuerzas de seguridad a las que
siguen emparentando con la dictadura y el crimen.
El dogma reaccionario que niega a los
policías el derecho de sindicalización es, a estas alturas, insostenibles. Si
miramos lo que sucede en los países más avanzados, comprobaremos que allí se
reconoce a los trabajadores policiales la libertad de sindicarse, con el mismo
énfasis que se les niega el derecho de huelga en atención a su integración en
cuerpos armados.
La ficción de negociar con familiares o
abogados de los policías que deciden reivindicar mejores condiciones de
trabajo, se ha revelado incapaz de resolver los problemas y de restablecer la
paz social. Nuestro Estado de derecho precisa facilitar la creación de órganos
representativos de estos trabajadores, señalándoles el modo de hacer
compatibles su accionar gremial con el irrenunciable mandato de velar por el
orden y la seguridad de los habitantes.
Los estilos exhibidos y las consignas
autoritarias propaladas desde el vértice del poder contribuyeron a aumentar las
tensiones propias de un conflicto laboral de derivaciones difícilmente
previsibles. Si bien estamos –afortunadamente- lejos de los mini golpes de
estado protagonizados por las fuerzas policiales, hay que recordar que cuando
este tipo de conflictos se entremezcla con intencionalidades y maniobras
políticas antidemocráticas, se producen graves daños institucionales, como lo
muestra la historia conflictiva de la Policía de Córdoba a lo largo de la
segunda mitad del siglo pasado (C. TCACH, 2013, recuerda los conflictos que
precipitaron el derrocamiento de los Gobernadores ZANICCHELLI y OBREGÓN CANO).
Los incrementos salariales pactados o
resueltos por las autoridades en favor de la policía parecen haber cerrado un ciclo
de tensiones y alarmas. Pero, como no podía ser de otro modo, han abierto
cauces cauce para que, de la mano de la inflación galopante, otros trabajadores
se miren en el ejemplo policial. Un ejemplo donde sobresalen tanto la desmesura
a la hora de aplicar la medida de presión violando leyes y secuestrando el
servicio, como el brusco salto remuneratorio que, sin embargo, deja fuera al
personal retirado de las fuerzas de seguridad.
Como lo ha señalado con inusual claridad el
Gobernador de Salta (que acertó al habilitar conversaciones con el personal
policial en lucha), el mayor gasto salarial repercutirá sobre los impuestos
locales y alimentará la espiral inflacionaria.
Habrá de resultarle muy difícil a los
Gobernadores sostener el techo salarial del 18%, recomendado por el Gobierno
Nacional, frente a una inflación que ronda el 30% y ante el agravio comparativo de los aumentos
arrancados por la movilización de los trabajadores de las policías.
La escalada inflacionaria desespera a los
trabajadores y abre una desigual lucha que se dirime en las paritarias y en los
despachos oficiales. Con el agravante de que los todavía bajos índices de
desocupación no logran compensar la inequidad de los precios que desbastan
presupuestos familiares. Adviértase también, para completar un panorama cargado
de nubarrones, que la inmensa mayoría de las personas que viven de ayudas,
salarios o jubilaciones no puede defender su poder adquisitivo por carecer de
fuerza de presión y de canales representativos idóneos.
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