martes, 10 de diciembre de 2013

¿Quien paga los platos rotos por el Estado y sus funcionarios?


La muerte del absolutismo ocurrió cuando, entre otros acontecimientos, el orden jurídico consagró la responsabilidad del Estado y de sus funcionarios por los daños ocasionados. Fue a partir de entonces que la irresponsabilidad del príncipe entró al baúl de los malos recuerdos, produciéndose una consecuencia virtuosa: La condición de súbdito es remplazada por la ciudadanía que inviste a las personas de derechos e inmunidades frente al accionar de quienes detentan el poder público.

Esta conquista de la modernidad está suscitando -en la Argentina contemporánea-, debates más apasionados que racionales, oscurecidos por tecnicismos que hurtan a la opinión pública la comprensión de las posiciones enfrentadas.

Por estos días, el Congreso Nacional dio luz verde a dos Proyectos: El primero (expediente CD 62/13), limita el derecho de los perjudicados por actos de los poderes públicos. El segundo (Ley 26.913), otorga pensiones especiales a los detenidos por la dictadura y bajo el estado de sitio decretado por la Presidenta doña Isabel Martínez de Perón.

Al aprobarlas, el Congreso convalidó -una vez más- las singulares versiones que del orden jurídico y de la historia construyó el kirchnerismo. Bajo el falaz argumento de preservar al Estado de la “patria pleitera”, la mayoría gubernamental restringió derechos civiles. En el segundo caso, esta vez con una mayoría amplísima, el Congreso resolvió re-indemnizar a los “militantes” de uno de los bandos en pugna en la atroz guerra civil que transcurrió en los años de 1970.

La responsabilidad civil del Estado

Hasta aquí, las consecuencias dañosas del obrar de los poderes públicos y de sus funcionarios eran materia del derecho común y de los jueces ordinarios. La nueva Ley acota ambas responsabilidades e impone a los ciudadanos severas dificultades para obtener resarcimientos. Estamos ante una reforma especialmente regresiva en un contexto en donde proliferan los actos de gobierno y judiciales que, bajo apariencia de legalidad, violan derechos procedimentales y sustantivos.

Si el Estado, ignorando la prohibición del artículo 17 de la Constitución, confisca bienes o desconoce los términos de un contrato, hace a la esencia del orden jurídico democrático que ese comportamiento sea revocado y que sus consecuencias sean reparadas. Otro tanto ha de suceder cuando el Poder Judicial incurre en mora o sentencia guiado por consideraciones políticas.

A la responsabilidad del Estado, debe sumarse la responsabilidad civil del funcionario o legislador que a sabiendas, por impericia o negligencia adopta aquel tipo de actos. Eximirlos implica, por ejemplo, que los platos groseramente rotos en Salta en el caso ENJASA, con los desmontes, los edificios de altura o la ley que concede súper-poderes a la Policía y a la Fiscalía, sean pagados por los ciudadanos y no por los firmantes de decretos y resoluciones.

Firmenich y Videla, otra vez

El cierre definitivo de la dolorosa etapa setentista reclama, además del archivo de los odios, la indemnización de todos los daños causados por los terrorismos. Y, como ha sucedido en otros países con conflictos fratricidas, es el Estado quién ha de cargar con las reparaciones económicas, aun cuando ello exima de responsabilidad patrimonial a los sujetos que alentaron, diseñaron, ordenaron o ejecutaron actos criminales.

En realidad, pretender que el señor Mario Firmenich pague los daños por el asesinato del General Pedro Eugenio Aramburu, o que el señor Alberto Mulhall resarza a los detenidos la noche del 24 de marzo de 1976 en Salta, implica burlar los derechos indemnizatorios de las víctimas.

Sin embargo, un Estado de derecho no puede otorgar un trato diferenciado a las víctimas. La regla democrática manda que allí donde se constate un daño por el accionar ilegal de personas investidas o no de autoridad, las víctimas han de ser resarcidas.

Cuando se entra en el esperpéntico terreno de considerar que hay asesinatos buenos y asesinatos malos, secuestros justos y secuestros aberrantes, se quiebra el principio de justicia que debe inspirar a las leyes de la república, como lo enseñó Nelson Mandela.

Pienso que los detenidos sin causa y sin garantías en los tiempos en que regían la ley de la sospecha, el terror y el principio del “por algo será”, han de ser resarcidos por sus sufrimientos. Pero creo también que esta reparación no puede equiparar a justos y pecadores, ni desconocer la situación patrimonial de los beneficiados.

La reciente Ley pierde legitimidad al admitir que funcionarios “exitosos”, ya indemnizados, perciban pensiones que triplican la jubilación mínima.

Este diseño sesgado resta legitimidad  a la reparación y da alas a los que rechazan indemnizar a las víctimas, bajo el siniestro argumento de que quienes actuaron en la política setentista y fueron presos, debieron prever los riesgos de su accionar y, por tanto, están condenados a soportar sufrimientos sin rechistar. Aquí, muchos de los que aplaudieron secuestros protestan hoy, sin matices, contra la reparación.

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