Cuando, hacia 1970, la dictadura de Onganía dispuso universalizar las Obras Sociales poniendo en manos de los sindicatos únicos la cobertura de salud de los trabajadores, lo hizo para consolidar su entendimiento con el grueso de la dirigencia sindical peronista.
Pero es improbable que hubiera siquiera imaginado que con ello ponía un férreo cepo al desarrollo de la libertad sindical. Tampoco, que creaba una red de poderosos intereses que primero condicionarían la vida política del peronismo para luego, contemporáneamente, convertirse en una grave amenaza para las instituciones de la república.
Desde aquellos tiempos, la salud de los trabajadores está en manos privadas sin que, por cierto, los ideólogos de esa cosa llamada kirchnerismo se hayan atrevido a sugerir su paso a la órbita del Estado.
¿Cuáles fueron las principales consecuencias de aquella privatización?
En primer lugar, modificó de raíz la naturaleza de los sindicatos y las reglas de la acción sindical, al hacer de los dirigentes obreros verdaderos empresarios de la salud y al vincular la dinámica de la negociación colectiva con la marcha de las Obras Sociales.
En segundo lugar, y como una derivación de lo anterior, quebró la ética que presidía el comportamiento del sindicalismo anterior a la Ley Onganía, como lo prueba el enriquecimiento incesante de muchos de los líderes sindicales argentinos.
Los Secretarios Generales de los sindicatos únicos son, en este sentido, verdaderos gerentes que manejan cuantiosos recursos y que urden intrincadas redes de negocios vinculados con la salud de los trabajadores.
Tal condición gerencial facilita y fomenta su reelección indefinida, sirve -incluso- para convertir en hereditaria la secretaría general, y explica en gran medida el abandono de la lógica democrática en la vida interna de los sindicatos únicos.
A la hora de imaginar un camino que nos conduzca a la plena vigencia de la libertad sindical (consagrada en nuestra Constitución y recientemente avalada por fallos de la Suprema Corte), las Obras Sociales concedidas en propiedad al sindicato único con personería gremial actúan como un escollo institucional y un formidable factor de presión en defensa del “modelo” sindical tradicional. Recuérdense sino las sendas derrotas de los intentos reformistas de los Presidentes Perón (“Proyecto Liotta” de 1973) y Alfonsín (“Proyecto Neri”), secuela del desafortunado pacto “sindical-radical” de 1987.
Si esto sucede en el campo de la acción sindical, las consecuencias del Sistema de Obras Sociales sobre la política y los partidos (principalmente sobre el peronismo) son, si cabe, más acentuadas y perniciosas.
Quienes conocen la dinámica interna del peronismo desde 1970 a la fecha, saben del peso determinante que el dinero proveniente de las obras sociales sindicales tuvo y tiene sobre la configuración de sus candidaturas.
Una influencia que sólo tiende a atenuarse cuando el peronismo está en el poder y, por consiguiente, puede usar y abusar de los recursos del Estado para financiar directa o indirectamente sus campañas políticas.
Así sucedió en tiempos del Presidente Menem, al menos hasta 1997 cuando, según mis noticias, el Presidente se vio forzado a pactar con los sindicatos para facilitar el financiamiento de las sucesivas campañas políticas. Un acuerdo que, dicho sea de paso, determinó mi renuncia como Ministro de Trabajo.
Las cosas no transcurren de otra manera bajo el liderazgo del matrimonio Kirchner.
Fue así como el Presidente Néstor debió abandonar pronto su promesa de reconocer personería gremial a la CTA, para recostarse en una de las alas del sindicalismo peronista (aquella que pasó de relativamente combativa en los noventa a verticalmente oficialista en la presente década), aun cuando sin descuidar sus buenas relaciones con los otros sectores.
A su turno, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, desplegó su desbordante y abrumadora campaña electoral de 2009 utilizando los recursos que le proveía la red vinculada a las Obras Sociales Sindicales.
Más allá de esta continuidad (reflejada también en algunos personajes que durante los últimos quince años, en la trastienda o desde las segundas líneas de los gobiernos, dirigen la trama), cabe advertir que se han producido algunos cambios metodológicos que inciden en el financiamiento de la política con recursos que se sustraen a los servicios de salud de los trabajadores.
Si antes estos fondos fluían directamente del sindicato a una o varias de las líneas del peronismo político, hoy, como surge de incipientes investigaciones judiciales y parlamentarias, el tráfico de dinero se hace a través de compañías controladas por dirigentes sindicales, sus familiares o sus socios.
Pienso que las alarmas republicanas deben encenderse ante la evidencia de crecientes y sofisticados lazos entre organizaciones que giran en la órbita de las Obras Sociales Sindicales y el mundo del delito (drogas, falsificación de medicamentos).
Sabemos que es reprobable el financiamiento de la política cuando proviene de dinero negro o de grupos que “invierten” esperando cobrar sus dividendos en influencia y tratos de favor.
Pero el tema adquiere una gravedad institucional inusitada cuando, como es el caso, el crimen organizado encuentra una puerta fácil para penetrar (discreta y eficazmente) en el mundo de la política.
Para evitar que en la Argentina ocurra lo que está sucediendo en otros países latinoamericanos, deberíamos avanzar en tres direcciones complementarias: a) Hacer efectiva la libertad sindical; b) Democratizar la gestión de las Obras Sociales sometiéndola a auditorias independientes y separándola de la dirección sindical; y c) Llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de libre elección del ente prestador o, llegado el caso, a retomar la idea de un sistema público y universal de salud.
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