Dicho lo cual entro de lleno en el objeto de esta columna. Manifestar mi estupor por las recientes declaraciones de la Presidenta de la República en el sentido de que el bienestar de los trabajadores argentinos no depende de la acción sindical ni de las huelgas, sino de la Macroeconomía.
Si bien resultan habituales las descalificaciones dirigidas globalmente a la dirigencia sindical, basadas en el enriquecimiento de algunos, en el manejo poco transparente de los fondos y en la connivencia de esos mismos con gobiernos y patronales, nunca había escuchado un ataque tan frontal, diría que feroz, al derecho fundamental de huelga.
Al poner a
la macroeconomía por encima de la huelga, doña Cristina Fernández de Kirchner
ha superado en imaginación y audacia antisindical a la mismísima Margaret
Thatcher que en los años 80 llevó una implacable ofensiva contra los sindicatos
ingleses.
Pero hay que
reconocer que, en este como en muchos otros temas, la Presidenta puede exhibir
antecedentes de raigambre insospechadamente peronista: En 1949, con ocasión de
la reforma constitucional impulsada por el Presidente Juan Domingo Perón, los
convencionales fieles a su doctrina sostuvieron que no hacía falta instalar en
nuestra Carta Magna el derecho de huelga, pues los derechos obreros estaban bien
y suficientemente defendidos desde la Casa Rosada.
Adviértase
que, al emparentarse con esta tradición, doña Cristina ha tenido la modestia de
elegir a la Macroeconomía, y no a Ella ni a El, como la dispensadora de buenas
condiciones de trabajo.
Permítanme
expresar aquí mi discrepancia intelectual con la doctrina oficial. La libertad
sindical y el derecho de huelga son instrumentos fundamentales al servicio de
la democracia, de las libertades y del bienestar. Por mucho que, en
determinados momentos, algunos puedan abusar de su ejercicio. Este Gobierno, que comenzó anunciando que reconocería a la Central de Trabajadores de la Argentina, que desarmó al Estado frente a las huelgas abusivas en los servicios esenciales, y que se declaró contrario a criminalizar la protesta, termina dividiendo a la CTA, negándole personería gremial, aprobando una ley antiterrorista que amenaza las huelgas, y endiosando a la Macroeconomía en demérito de la autonomía obrera.
Falta que, como ocurriera en los años 50, doña Cristina coloque a un portero de edificio de Puerto Madero como Secretario General de la CGT.
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