Los ciudadanos salteños hemos logrado construir una
mayoría electoral que agrupa a quienes reclamamos cambios profundos en las
instituciones políticas, económicas y de bienestar. Lo hemos hecho saltando
grietas y resolviendo las dificultades que, a la vida democrática, plantean la
destrucción de los partidos políticos y el sometimiento al poder gubernamental de
ciertas organizaciones sociales.
Para los observadores más despiertos, eran notorios el
hartazgo de los salteños -sin distinción de clases o trayectorias- ante un
gobierno sin programa, y el cansancio ante tanta impostura y tantas promesas
incumplidas.
Diez años de dócil sometimiento político de Salta a
los dictados del ahora derrotado kirchnerismo, no han servido -como lo pensaron
nuestros gobernantes- para lograr lo que precisamos con urgencia: Inversiones
en infraestructura, federalismo fiscal y económico, puesta en valor de nuestra
riqueza potencial, empleos dignos en cantidades suficientes y un Estado capaz
de administrar y brindar los servicios esenciales con altos estándares de
calidad.
El actual Gobernador toleró desaires, aceptó
postergaciones, se mostró verticalista hacia la Casa Rosada, mandó a los
diputados y senadores nacionales por Salta a apoyar las derivas unitarias y
autoritarias del kirchnerismo, a cambio de nada. En la mitad de su tercer
mandato intentó un giro copernicano, sin que hasta ahora haya logrado que Salta
comience, siquiera, a caminar en la dirección que reclama la mayoría que se
acaba de expresar de modo contundente.
Un triunfo electoral sin programa ni
equipos
El pasado domingo los salteños votamos sin responder a
consignas vacía. Lo hicimos sin atender a fotos maquilladas ni a la cantidad de
carteles que nos abrumaron a lo largo y ancho de nuestros pueblos y ciudades.
Elegimos, en muchos casos, dejando de lado adhesiones históricas.
Nuestro voto se decidió en tertulias amigables, en
comidas en familia, en reuniones vecinales y estudiantiles, en las innumerables
y morosas colas ante todas las ventanillas imaginables, en la intimidad de las
alcobas, en los lugares de trabajo, en nuestros breves o largos insomnios.
Ante la ausencia de Partidos Políticos y sabedores de
las trampas que se urdían en los centros de poder dispuestos a manipular
nuestro voto, fuimos construyendo nuestro voto para convertirlo, además, en expresión
de anhelos y frustraciones.
Por eso, pienso, se equivocan los albañiles, plomeros
y carpinteros de la política que ahora pretenden presentarse como los
arquitectos de un triunfo que sorprendió incluso a varios de los ocasionales
ganadores.
Aunque -ciertamente- existieron estructuras (fragmentadas)
y liderazgos (ocasionales) que viabilizaron aquella voluntad ciudadana construyendo
las candidaturas que los electores encontramos en el cuarto oscuro o en las
máquinas de votar, nadie -con un mínimo de honestidad intelectual- debería
concluir que el resultado del domingo 22 de octubre tiene dueño o dueños.
Las apelaciones a “la misma sangre”, a nuestras
particulares visiones del pasado, a las viejas o nuevas lealtades y fobias, a
pertenencias generacionales o de clase, no figuran entre los responsables de
esta, para algunos, sorprendente construcción cívica.
El triunfo en Salta de una oferta de cambio -que es
también la derrota del continuismo aristocratizante y sin rumbo-, tiene mucho
que ver con una larga tradición salteña: La que nos urge a sumarnos a los
grandes debates nacionales.
Muchos de nosotros seleccionamos candidatos locales
pensando en la necesidad de consolidar el nuevo rumbo que transita la
Argentina; pensando, sobre todo, en la necesidad de pasar la página e impedir
el retorno de los profetas del odio y de los cultores de una autocracia
unitaria divorciada de la ética y de los principios republicanos.
Los recientes resultados permiten alborozos y
serenidades. Pero estas han de durar forzosamente poco, pues estamos convocados
a construir lo mucho que falta para que esta nueva ilusión mayoritaria se
transforme, esta vez sí, en una realidad palpable.
Tenemos la experiencia de lo que sucede cuando una
mayoría ocasional llega a posiciones de poder sin ideas ni programas. Le
sucedió al Partido Obrero en 2013, cuando ganó las elecciones en la ciudad de
Salta. Y le sucedió a la extraña mezcla que encumbró al señor Urtubey.
Para cambiar hacen falta votos. Y estos votos,
afortunadamente, han emergido con lucidez. Pero hacen falta también ideas,
principios, programas, equipos, trayectorias y temperamentos. Y de todo esto
adolecemos. Un poco a causa de la destrucción de los partidos políticos, y otro
poco a causa de la colonización de la política por todos los oportunismos imaginables.
Sin olvidar el divorcio de las universidades y de otros centros de pensamiento
con la tarea de sentar las bases imprescindibles para construir el Programa
Transformador que la mayoría reclama.
La receta de enviar diputados y emisarios a Buenos
Aires prometiendo votos y lealtades a cambio de bolsones y subsidios, ha dado
todo (lo poco) que podía dar.
Los salteños necesitamos dirigentes de la talla de Indalecio
Gómez, Luis Güemes, Martín Gabriel Figueroa, Joaquín Castellanos, Carlos Xamena,
por citar algunos que descollaron en la primera mitad del siglo pasado o antes.
Personas suficientemente preparadas para dialogar, debatir y negociar con
quienes representan al país próspero de la pampa húmeda e industrial.
Los resultados del pasado domingo abren caminos y
convocan a asumir responsabilidades. Invitan a dialogar por encima de
banderías, de capillas, de tribus urbanas y de familias.
Los próximos dos años no son días para perder en
luchas intestinas por supremacías y candidaturas. Deberíamos estar, todos,
abocados a la tarea de construir un Programa de crecimiento económico y social
que, a su vez, sea un Programa de reconstrucción democrática de las
instituciones (nunca más reelecciones ni dinastías), de afirmación del
federalismo.
Teniendo presente que estas metas no se alcanzan con sólo redactar
papeles destinados a los ya convencidos, sino a través de debates, conflictos y
arduas negociaciones en la escena federal hoy dominada por los unitarismos más
rancios.
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