Si bien nuestras costumbres gastronómicas cambian, lo hacen muy lentamente, como corresponde a toda sociedad tradicionalista.
A veces de la mano de los mercados (la aparición del kiwi o de las sopas instantáneas) y otras de creadores más o menos audaces.
Durante años, la preparación de comidas estuvo recluida en los hogares, donde el protagonismo correspondía a las cocineras de las casas pudientes y a las esforzadas esposas allí donde el servicio doméstico era un albur.
Hubo años en donde salir a cenar era un acto masculino, casi excéntrico y limitado por una oferta sin imaginación. Hasta que, en los años 50, apareció CRISTOBAL y elevó la cocina a la condición de arte e hizo de su restaurante casi el salón de un club con "bolilla negra".
Pero el refinamiento de Cristóbal estaba reservado a los ricos, a los elegantes y a los afrancesados. El resto debía conformarse con los platos de maíz y con rudimentarias carnes asadas.
Hasta que en los años 60 don Francisco Cenice revolucionó la gastronomía y la democratizó poniéndola al alcance de la por entonces pujante clase media.
En, aquel bello restaurante “El Balcón”, ubicado en la ladera del San Bernardo, don Paco educó en el buen gusto a jóvenes profesionales que concurrían con sus novias oficiales a descubrir hongos, mariscos, salsas y vinos.
La originalidad de don Francisco Cenice radicaba, como no, en el escenario y en la carta. Pero su enorme éxito sería inexplicable sin su simultánea condición de analista político, que exhibía entre su joven clientela luciéndose y permitiendo el lucimiento de sus interlocutores ante las inocentes damitas.
Tendríamos que esperar varios años para que, primero don Topeto y luego don David, desde la aparente simpleza de empanadas y sánguches, introdujeran un nuevo giro.
(Para FM Aries)
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