Aunque no siempre tengamos acabada conciencia de ello, asistimos a una verdadera revolución en materia de alimentos. Este proceso de cambios radicales está acelerándose en los tiempos que corren, a causa de la irrupción multitudinaria de consumidores asiáticos y de la enésima crisis del petróleo.
El conflicto que enfrenta a los productores de alimentos con el Gobierno argentino no es sino una manifestación más de aquel sacudón planetario llamado a tener consecuencias duraderas sobre la estructura de nuestras sociedades. Más concretamente, sobre la distribución de la riqueza y, casi simétricamente, sobre el mapa de la pobreza.
Esta breve introducción no preanuncia una reflexión sesuda sobre el tema. Pretende, simplemente, dar un marco general a un fenómeno cotidiano que se advierte en los supermercados, en las carnicerías y en las pollerías salteñas.
Se sabe que, desde siempre, las pautas de consumo guardan relación con la escala social; que el consumo de los ricos y de las clases medias difiere del de los pobres e indigentes.
Si se me permite un cierto esquematismo, me atrevería a sostener que casi todo lo que consume cada sector social presenta diferencias abismales de calidad y de precio.
Con el añadido de que la relación precio/calidad resulta siempre perjudicial para los pobres, como sucede, por ejemplo, con la telefonía móvil donde los pobres que utilizan tarjeta pagan más caro el pulso telefónico, o con los precios de los mini-almacenes de barrio.
Las grasas, los aceites, las galletitas, los jabones, las carnes que consumen las diferentes clases sociales son distintos.
Si los tradicionalistas más pudientes cocinan con grasa pella, los pobres utilizan grasa riñonada. Si los ricos aderezan sus ensaladas con aceite de oliva (no el que produce en Catamarca una conocida familia vinculada con el poder), las clases medias prefieren el aceite de maíz y los pobres aceites de mezclas ignotas.
En las carnicerías, verdaderos santuarios dominicales, los asados y demás cortes que se expenden marcan también distancias de clase. No me refiero aquí a las obvias diferencias de calidad del ganado vacuno, pues es sabido que los pobres consumen vacas criollas (flacas y de carne dura) y el resto puede comprar carne sureña (y hasta hace poco la llamada “tipo exportación”).
Lo que pretendo destacar es que mientras hay quien guisa con blando especial prepara milaneses con ñascha o disfruta de un bife de lomo, hay muchos pobres que hacen su sopa con toncoro (una víscera otrora destinada a los perros de la casa) o con huesos pelados y cocinan con cogote vacuno.
Es cierto que los pobres pueden, de vez en cuando, disfrutar de exquiciteces que también agradan a los pudientes, como es el caso de los tamales elaborados con carne de la cara de la vaca.
Sucede otro tanto con el pollo cotidiano. Los pobres (al menos aquellos que no tienen su propio corral) comen cogote, alitas y rabadilla y hay hasta quien prepara caldos son las patas de gallina.
Días pasados un importante ganadero local expresó que si el gobierno permitiera exportar a los mercados del norte determinados corte que hacen las delicias de norteamericanos y alemanes, él estaría dispuesto a vender el resto de la vaca a precios “sociales”.
Una rápida recorrida por carnicerías y pollerías de la ciudad de Salta me permitió comprobar que algo de esto ha comenzó a suceder, aun cuando no se verifica aquel “precio social”.
Es difícil encontrar, por ejemplo, pechuga de pollo y proliferan las ofertas de alitas, una de las partes comestibles del animal menos recomendable para una dieta equilibrada por su contenido graso.
De alguna manera sucede en Sala lo que en la vieja Europa donde los nacionales comen lo mejor del pollo y venden a buen precio las alitas en el norte de África.
Por supuesto no todo es cuestión de recursos y precios.
Los pobres salteños comen poco, pero también mal por falta de pautas educativas elementales, como lo demuestra la creciente cantidad de obesos que circulan por las adyacencias del Mercado San Miguel y por otros puntos de la ciudad capital.
Quien abusa de las alitas de pollo, del pan y de la soda con vino, sufrirá las mismas consecuencias que sobre la salud provoca el consumo exagerado de hamburguesas y papas fritas.
Que al Señor de Las Costas le importara poco y nada la salud de los pobres se explica por sus preferencias culturales. Pero sorprende que el nuevo Gobierno (que ya está dejando de ser nuevo) no haga nada para modificar hábitos alimentarios malsanos.
Salta, 18 de mayo de 2008.
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