Dedicaré el segundo de los homenajes póstumos anunciados a Marcelino Arias Esquiú una personalidad singular que vivió, tan intensa como discretamente, varias décadas de política salteña.
El recuerdo emocionado de Marcelino, mi amigo, es especialmente oportuno en tiempos en donde la política y los políticos están sumidos en un hondo desprestigio.
Años de desaciertos, de siembra inclemente de odios y sospechas, de enriquecimientos y nepotismo, de sectarismos y listas negras, de lealtades sucesivas y oportunismo, están a la raíz de un descrédito que pesa sobre casi todos quienes de una u otra forma frecuentamos el mundo de la política.
Vivimos, ciertamente, un clima descalificador que es urgente revertir pues ninguna sociedad, menos las que aspiran a vivir en democracia, progresa sin contar con líderes políticos honestos y cualificados y con una ciudadanía que exhiba un alto grado de cultura cívica.
Es en este contexto donde sobresale la figura de Marcelino Arias Esquiú, un político que nunca medró con la política, que actúo sin ambiciones personales, que siempre construyó sin jamás ofender, que supo mirar al pasado para evitar errores pero no para buscar revanchas.
Aportó a las corrientes del peronismo que le fueron afines su sólida formación -política y ética- adquirida en las fuentes del humanismo cristiano.
Gran conversador, hombre de consensos y reconciliaciones, hizo de la amistad un valor por encima incluso de las querellas políticas. Respetado por las grandes figuras de la democracia cristiana (el senador José Antonio Allende, entre otros), jamás usó estos vínculos en provecho personal.
Compartí con él los intensos años setenta y la experiencia del Partido Tres Banderas ya en los años ochenta. Una convivencia ilusionada que me permitió conocer, en Marcelino Arias Esquiú, con sus modos elegantes y pausados, un verdadero ejemplo de hombre político, que ojalá pudiera inspirar a las nuevas generaciones.
Muchas gracias.
(Para FM Aries)
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