En una columna anterior me manifesté partidario de que el Estado promueva la enseñanza de las religiones, definiendo un marco pluralista, respetuoso de los valores republicanos y del derecho a la objeción de conciencia. Añadía que esta enseñanza no necesariamente debiera impartirse en las escuelas.
El actual debate acerca de la enseñanza sexual me permite completar, de alguna manera, aquellas ideas personales sobre el modo de encarar la transmisión de conocimientos y valores a los niños y jóvenes que asisten a las aulas salteñas. Dejo para otra oportunidad el análisis de la educación sexual que deben recibir quienes, por razon de edad, abandonaron ya las aulas; no sin antes advertir que en este segmento social es dable advertir carencias notorias.
Comienzo marcando una doble discrepancia: La primera, con la pretensión de subordinar la enseñanza sexual a las creencias que profesan las altas autoridades del Ministerio de Educación. La segunda, con quienes proponen abordarla como un asunto exclusivo de la anatomía y la fisiología animal.
No parece razonable que un Estado aconfesional ordene impartir nociones sobre sexualidad enmarcándolas en el dogma religioso según el cual la sexualidad humana existe sólo para reproducir las estirpes; aun cuando esta visión pueda, lógicamente, ser difundida por quienes la profesen. Resulta igualmente rechazable la idea de que entre nuestra sexualidad y la del resto de los animales existe sólo un leve matiz y que, por consiguiente, su enseñanza debe obviar asuntos como el amor, el erotismo, la galantería, la seducción, la responsabilidad, el pudor en sus versiones mas diversas, el papel de los sentidos, el respeto, el compromiso y el misterio que, bajo diferentes modalidades, singularizan la dimensión sexual del ser humano.
Centrar la educación sexual en la abstinencia (como proponen algunas religiones) o exclusivamente en las prácticas anticonceptivas (idea de libertinos rudimentarios y prostibularios), o definir programas sin atender cuidadosamente a la edad y demás condiciones sociales de los alumnos, conduce a empobrecerlos tanto como a promover comportamientos deshumanizantes.
Una educación sexual que merezca el nombre de tal será aquella que contribuya a formar damas y caballeros en condiciones de vivir su sexualidad en sintonía con la felicidad y el humanismo.
El debate público debería comenzar por reconocer que los salteños tenemos, en este asunto, varios problemas: embarazos precoces, abortos sin reglas, violencia, higiene, machismo, ignorancia, procreación irresponsable, y casos de promiscuidad asociados a la marginalidad y la miseria. Sin olvidar las singularidades que se derivan de la "influencia del clima en la pasión amorosa" (STENDHAL), tanto como del mestizaje (especialmente a partir de su componente clachaquí).
Hace falta entonces definir un verdadero Programa de Educación Sexual ajustado a nuestra realidad, y siguiendo los consejos de expertos laicos y no laicos y, si acaso, consultando a pensadores como Octavio Paz ("La llama doble") y Mario Vargas Llosa que han reflexionado sobre esta cuestión tradicionalmente enojosa. Allí debería, por ejemplo, analizarse la pertinencia de promover, a partir de una determinada edad, la lectura de la mejor literatura romántica y erótica. Convendría dejar en claro que en este asunto han de hablar quienes saben, y colocar en un segundo plano a los aficionados y quienes han renunciando al sexo.
Tengo la impresión de que el inicio precoz en las prácticas sexuales, guiado por la televisión e incluso la pornografía de fácil acceso a través de internet, está haciendo daño a muchos de nuestros jóvenes que transitan por la espantosa senda del sexo banal.
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