Queridos amigos:
La familia de Mario me ha concedido el alto honor de despedir sus restos mortales y evocar su trayectoria.
Lo haré, más que como un amigo de Mario, como uno de sus compañeros de sueños y amarguras.
Siendo jóvenes, en los años 60 y 70, compartimos la ilusión de contribuir a la forja de un país más libre y más justo. Cometimos seguramente muchos errores, pero jamás practicamos ni prohijamos la violencia política.
El compromiso de Mario con aquellos ideales fue intenso, valiente y generoso, en tiempos difíciles para todos los argentinos.
Como todos ustedes saben, los que albergaban designios sectarios y mezquinos esperaron el mejor momento para castigarnos duramente.
Siendo Juez, Mario cumplió con su deber procesando a responsables de torturas, sin olvidar su deber de proteger la integridad física de esos mismos procesados.
Pronto los agentes del odio hicieron sentir su poder: detuvieron a Mario, en mi casa, violando su investidura. Más tarde, le forzaron al exilio interior, con sus secuelas de dolor y de penurias.
Conocí de las penurias de él y de su familia en Buenos Aires. Y encontramos, nuevamente juntos, fuerzas para seguir viviendo con ese mínimo de dignidad que no siempre hacen posible los exilios.
Mario, como muchos de sus amigos, tuvo conciencia de quiénes habían sido los perseguidores y los instigadores. Pero nunca, ni aun cuando las circunstancias políticas habían felizmente cambiado, Mario buscó venganza ni revanchas. Era un ser humano impermeable a los odios.
Establecida la democracia, los poderes republicanos decidieron, en un gesto que les honra, reinstalar a Mario en el Poder Judicial, esta vez como juez de familia, cargo que desempeñó no sólo con lealtad y patriotismo sino con sensibilidad humana y solvencia jurídica.
El paso del tiempo produce, como se aprende con los años, distanciamientos o quiebras generacionales que sólo el talento, la tolerancia y la frescura intelectual ayudan a sobrellevar o mitigar.
A Mario, como a muchos de nosotros, le marcó el sesentismo europeo y latinoamericano. En este sentido, éramos y somos hombres y mujeres de otro tiempo no necesariamente mejor.
Y de allí nuestra también común perplejidad por los cambios operados en la política argentina y salteña (vale decir, en los escenarios de una de nuestras más intensas pasiones).
Nuestros ojos y nuestra inteligencia constataron -casi impotentes- la superposición de la hora de los enanos, con la hora de los logreros y con la hora de los impostores.
Una sumatoria que ha relegado a personalidades como las de Mario (un hombre bueno, justo, honrado, altruista) al desván de los réprobos políticos.
Hoy, en el campo de la política vivida como espectáculo y ligada a sentimientos egoístas, los honores están reservados a los poderosos. Vale decir, a los que mandan, a los que disciernen premios y castigos, a los opulentos, a los que desprecian.
Tuve pocas pero sustantivas oportunidades de hablar con Mario en estos últimos años. Me bastaba verlo sonreír para comprobar que aquella vieja amistad, aquellos sueños compartidos seguían intactos, ejerciendo de lazo indestructible entre nosotros, por encima de los años, de los desengaños propios y de las miserabilidades ajenas.
Nos asistía la esperanza de que aquellas horas enanas están condenadas a dar paso a un tiempo mejor y nuevo.
Sé que Mario, nuestro querido Renato, está en la república de los justos. Y eso ayuda a sobrellevar el dolor de su muerte.
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