La conocí en 1961, recién arribado a Tucumán a iniciar mi carrera de Derecho. Estudiaba yo tranquilamente en los salones de la elegante biblioteca, cuando una algarabía me alertó de que algo estaba sucediendo en el patio de la Facultad. Allí los estudiantes radicales, socialistas y comunistas se manifestaban en contra del desembarco de tropas anticastristas en Bahía de los Cochinos con el propósito de abortar la Revolución Cubana.
Allí estaba Ella, espléndida, convincente, indignada, explicando a los alumnos, sus compañeros, la necesidad de reaccionar contra el atentado imperialista. Sus ojos, enormes, bellos y azules, transmitían una pasión que me era desconocida a mis 16 años de salteño profundo y casi inocente. Había ocupado ella la improvisada tribuna antes de que lo hiciera Guillermo Garmendia, aquel líder reformista tucumano que inmediatamente concitaría mi admirada adhesión, por su oratoria encendida, por su inteligencia notoria y por sus finos modales típicos del socialismo juan-be-justista.
Es muy probable que fuera Ella quién me afiliara al Centro de Estudiantes de Derecho y guiara mis primeros pasos de agitador estudiantil, acercándome manifiestos y libros que hablaban de la "unión obrero-estudiantil, del nefasto imperialismo yanqui y de su socio vernáculo: la oligarquía vacuna y azucarera". Conocí también, desde un discreto segundo plano, algunas de sus poesías juveniles y sus dotes actorales.
Como era casi inevitable me enamoré pronto, pese a que ella era varios años mayor que yo y pese a que mi aire aniñado marcaba distancias por ese tiempo enormes. Sin embargo, nuestra fraternal relación alcanzó para que Ella, la protagonista que evoco respetuosamente en esta columna, me transmitiera algunas claves galantes que me acompañan hasta hoy:
Admiración por quienes logran seducir con las palabras; preferencia por determinados aromas; buenos modales entre los sexos; respeto por la identidad femenina; simpatía por la mujer madura, son de algún modo herencia de aquella relación que, por años, quedó reflejada en las paredes de la Facultad de Derecho en donde un amigo irresponsable grabó, para mortificarnos, nuestros nombres enlazados dentro de un tosco corazón.
Al recibirme de abogado y regresar a Salta, dejé de verla, aun cuando antes de esto ya nuestros caminos se habían bifurcado definitivamente.
Con el tiempo me asaltó la inquietud de buscarla para saber de su vida. Temí que hubiera sido asesinada en tiempos de la dictadura. Pero nunca supe de ella hasta que di con un libro que recoge testimonios de sus pasiones políticas y apuntes literarios, escritos hasta su muerte ocurrida en el año 2000.
Más allá de sus respetables y razonadas ideas, tuve la enorme alegría de ver de nuevo su bello rostro y descubrir las pistas que me permitieron, Internet mediante, escuchar su envolvente voz arengando multitudes.
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