La consigna “no criminalizar la protesta” sirvió para descomprimir determinadas tensiones sociales; sobre todo tras el estallido económico y político de los años 2001 y 2002. Cabe añadir que su aplicación ocasionó, a su vez, severos perjuicios a los ciudadanos, cuando la protesta tolerada por el Estado se traducía en cortes de vías de comunicación o en la paralización de servicios esenciales.
Pero, pasado el tiempo de crisis, aquella decisión de “no criminalizar la protesta” se ha traducido lisa y llanamente en la indefensión ciudadana y en la quiebra explícita del Estado de derecho encargado de garantizar los equilibrios vitales entre atribuciones y responsabilidades, entre el interés general y los intereses sectoriales, entre derechos de grupos y derechos ciudadanos.
Las protestas llevadas a cabo sin atender a las reglas, resultan particularmente irritantes cuando son protagonizadas por quienes tienen la posibilidad de alterar el funcionamiento de sectores o actividades estratégicos. Tal es el caso, por ejemplo, de los pilotos de aviones, de los controladores aéreos o, por citar un asunto relevante en la Argentina, de los camioneros con capacidad para bloquear empresas o poner sitio a lugares públicos o privados.
Por esto me parece de interés comentar aquí la reciente decisión del Gobierno socialista de España de militarizar a los controladores aéreos, un grupo sindical formado por menos de mil profesionales que habían decidido, una vez más, poner en jaque a dos millones de ciudadanos que pretendían viajar.
La medida española, ajustada rigurosamente al orden constitucional inaugurado en 1978, expresa la voluntad del Gobierno de hacer respetar el orden de prioridades que es propio de cualquier democracia moderna. Si bien todos (o casi) tienen derecho a protestar, peticionar o hacer huelgas, han de ejercerlo sin ocasionar daños irreparables o excesivos a otros derechos de igual o superior jerarquía constitucional.
La idea de que las huelgas y las protestas no están sujetas a reglas y de que cuanto más dañinas mejor, no es una idea progresista, como erróneamente se pregona en la Argentina. Resulta, por el contrario, un postulado antidemocrático y corporativo que destruye las bases de la convivencia plural y pacífica.
Conviene recordar que la voluntad política no es suficiente para que un Estado pueda garantizar los servicios esenciales y los derechos colectivos fundamentales. Precisa disponer de medios alternativos preparados para sustituir a los huelguistas ilegales y desalojar a quienes obstaculizan la circulación despreciando a los demás. A diferencia de lo que sucede en la Argentina, el Estado español cuenta, desde antiguo, con estos medios, como ha quedado de manifiesto con el reemplazo de controladores civiles por personal militar especializado.
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