Sufrimos la moda reeleccionista. Concejales, gobernadores, presidentes, diputados, senadores, Intendentes, líderes sindicales, dirigentes vecinales, religiosos o deportivos, secretarios de organizaciones no gubernamentales, jueces: Todos quieren ser reelegidos, permanecer en los cargos, eternizarse si ello es posible, aburrir a la ciudanía con sus caras y discursos.
Todo vale para satisfacer esta sed de inmortalidad. Si hay que retorcer la ley, pues adelante. Si hace falta reformar la Constitución: para eso están los incondicionales. Si hay que pagar costos políticos y duplicar el dinero de las campañas electorales, se pagan.
Los argumentos usados son casi siempre los mismos: “La patria me demanda este sacrificio”. “¿Si desisto de la reelección ¿quién seguirá mi obra?”. “Necesito completar mi programa, pues no me gusta dejar las cosas a la mitad”.
La perrada clama por la continuidad del cargo que atiende sus necesidades vulgares. Y canta a coro: “Es el único capaz de gobernar, de dirigir, de mandar”. “No puede privar a la ciudad ni al mundo de su liderazgo”. “Está tocado por el óleo de Samuel”. “¿Qué será de nosotros sin él?”. “La periodicidad de los cargos públicos es un invento neoliberal”. Y tonterías por el estilo.
Los expertos en marketing son los encargados de edulcorar los argumentos, de acomodar las fotos, de maquillar las historias y de convencer al soberano que, como se sabe, tiene poco tiempo para desenredar la maraña y descubrir el engaño.
La ola reeleccionista incluye, como no, los sueños dinásticos. Si alguna cláusula incómoda y absurda pretende poner fin al mandato del Mesías o del Sultán, siempre hay a mano una esposa, un sobrino, un hijo o una nietecita en condiciones de tomar el relevo comprometiéndose a continuar la Obra. Mientras en el orden nacional hay, por ejemplo, sindicatos dirigidos por nietos e hijos de antiguos secretarios generales, y cunde la costumbre de entronizar matrimonios, en Salta los mandamases siempre tienen preparada una opción nepotista que prefiero no poner con nombre y apellidos.
Por eso me parece ejemplar la actitud del señor Rector de la Universidad Católica de Salta, doctor Alfredo PUIG, que nada más terminar su mandato anunció su retiro. Y no se diga, para devaluar el gesto, que así lo imponían los reglamentos. Si hubo quién en Salta hizo hacer una Constitución a su medid, para completar su Obra (incluida la autopista que une Las Costas con Cerrillos, pasando por La Ciénega), imagínese si no habría podido el señor Rector maniobrar para su reelección.
La renuncia del doctor PUIG es, desde mi personal punto de vista, un gesto saludable que debería mover a la reflexión de la ciudadanía. Y un punto de partida para que comencemos a rechazar enérgicamente el engaño de los hombres providenciales.
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