En las conversaciones que suelo mantener con mi amigo Topeto DIAZ surge el tema del potencial exportador de las empanadas que se elaboran siguiendo antiguas ortodoxias. Como es lógico, coincidimos en rechazar fórmulas que desfiguraban a nuestro tradicional producto hasta asemejarlo a aquellas adulteraciones que, usurpando nombre tan ilustre, fatigan el estómago de los sufridos porteños.
Inventos como las empanadas de choclo, espinaca, cebolla, de hongos con jerez e incluso de remolacha son un atentado al buen gusto que solo cosecha adeptos entre personas dadas a la frivolidad y que nunca tuvieron, o han perdido, la capacidad de disfrutar de los sabores bien combinados. Son los que diluyen el vino, añaden pimienta al pescado y aceitunas al charquisillo, hacen locro con granos de maíz enlatado, y anchi con vitina. Es sabido que Topeto se enzarzó en un conflicto que estuvo a punto de dilucidarse en el campo de honor en defensa de la integridad de la cocina regional salteña.
En aquellas charlas soñamos con la posibilidad de que sus excelentes empanadas ganen mercados en el mundo y de que Topeto se convierta en una suerte de Mac Donald de las empanadas. Es probable que más allá del entusiasmo verbal la hipótesis nos pareciera, en la intimidad de nuestras conciencias, lejana cuando no disparatada.
Sin embargo acaba de ocurrir algo que debería movernos a la reflexión.
Una firma con sede en Buenos Aires, que fabrica en serie empanadas que imitan a las salteñas y cuya propaganda alude a la nobleza del repulgue, acaba de anunciar la apertura de sucursales en China e India a donde espera exportar miles de millones de empanadas ultra congeladas. La empresa, que fabrica empanadas con 25 sabores diferentes, las vende también en varios países de América y está lista para lanzarse a la conquista gastronómica de la Unión Europea. Para tener una idea de las dimensiones de este negocio, diré que una sola de sus plantas fabrica 5 millones de empanadas por mes.
Por supuesto, los salteños seguimos prefiriendo las empanadas de La Merced, de La Yutita o aquellas que fabrican centenares de artesanas que trabajan con cofia y enfundadas en impecables delantales blancos.
Sin embargo pienso que deberíamos reflexionar: Formulándonos una pregunta: ¿A qué se debe que ningún empresario local viera el negocio y lograra globalizar a nuestro producto gastronómico estrella? Y cuestionando dos mitos de la cultura política localista: El primero es aquel que apela al consabido argumento de nuestra distancia de los grandes mercados para explicar la debilidad exportadora salteña. El segundo mito es el que, desdeñando la fabricación de alimentos, reserva el calificativo de industria para la metalurgia y lo entiende sinónimo de soberanía y bienestar.
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