El asesinato del terrorista Osama BIN LADEN por tropas de elite del ejército de los EEUU me ha parecido un acto repudiable. Y no porque tenga la más mínima simpatía con tan sanguinario personaje, uno de los tantos que mezclan religión y política para justificar violencias, crímenes y desmesuras.
El terrorista asesinado merecía un juicio con todas las garantías en donde se analizaran sus responsabilidades y se aplicarán, por jueces independientes, las condenas que el derecho penal reserva para actos como los atentados en las Torres Gemelas o en el Metro de Madrid.
Sometiéndolo a juicio, con independencia de las intricadas cuestiones jurídicas que el caso suscita, sobre todo por la negativa de los EEUU a ratificar la creación del Tribunal Penal Internacional, las democracias basadas en el respeto a los Derechos Humanos hubieran demostrado su supremacía respecto de los regímenes autoritarios y de los fundamentalismos.
Los argumentos expuestos por los portavoces del gobierno de los EEUU, además de su falacia, se esgrimen para tratar de legitimar una operación militar que repugna la conciencia humanista. Los relatos y las imágenes difundidas al unísono por los gobiernos amigos de la primera potencia mundial, incluido el argentino, no alcanzan para hacer digerible un asesinato.
Algunos argentinos hemos aprendido a través de las lecciones que nos dejó la tragedia de nuestros años setenta, que los crimines del terrorismo no pueden ser perseguidos con crímenes del Estado. Sabemos, por encima de las reescrituras que hoy ensayan los antiguos cultores de la violencia, que responder al terrorismo con más terrorismo conduce al infierno.
Un infierno que padecen los inocentes, que alumbra dictaduras crueles, que daña de manera perdurable la moral colectiva (la frase “por algo será” es expresión relevante de esta degradación). Un infierno que, como todo infierno, no conduce nunca al paraíso de paz y fraternidad que pregonan los que asesinan en nombre de una Idea que presentan como Única, Verdadera y Superior. Un infierno que, como si todo esto fuera poco, reaparece año tras año con leves o trágicos cambios en los roles de perseguidores y perseguidos, de triunfadores y derrotados.
Puede que los argentinos nunca nos pongamos de acuerdo acerca de cuándo comenzó la espiral de crímenes políticos: Si con el asesinato del General Aramburú por sospechosos niñatos de formación religiosa y nacionalista, o con el asesinato del General Valle por la dictadura que se autodenominó revolución libertadora. El que nuestra historia esté plagada de crímenes políticos dificulta este, por otra parte inútil, ensayo de atribución de responsabilidades. Lo que si sabemos muchos, es que el terrorismo debe ser combatido con la ley en la mano.
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