Continuando con el tema de la realidad mediática, me detendré en aspectos de su lógica interna.
Para que muchos de nosotros vivamos como realidad única lo que produce la televisión, hemos de resignarnos a la simplificación que se nos propone y según la cual, en cada acontecimiento, en cada personaje, sólo hay inocentes y culpables, elegidos urgentemente por émulos de San Pedro.
Si bien los demiurgos de esa realidad inducen nuestros juicios, tienen la generosidad de dejarnos un cierto espacio de aparente libertad para emitir veredictos. Pero nada más comenzar un relato mediático, nosotros, frágiles mortales, comenzamos a pensar en términos de culpa.
La audiencia masiva y anónima es como un gran circo romano al que las víctimas son lanzadas a la voracidad de los leones y del público ululante que disfruta con el terror y la sangre.
En los circos antiguos y contemporáneos no existen las reglas que humanizaron y humanizan los juicios de responsabilidad: Ni presunción de inocencia, ni exigencia de pruebas, ni prescripción, ni debido proceso, ni jueces imparciales, ni recursos de alzada. Se trata de linchar y, excepcionalmente, absolver desde la pura arbitrariedad.
El poder mediático es, en este sentido, desmesurado.
Alcanza para modelar el presente, y también para reformular el pasado. La memoria colectiva, frágil por definición, puede ser reconstruida a condición de contar con expertos en la tarea y con medios potentes que transformen en verdades universales antiguas mentiras.
Los grandes dictadores conocieron y se aprovecharon de estas técnicas de manipulación para sus tropelías. Concedieron protagonismo a las masas, dialogaron con ellas (desde la lejanía de los balcones y atriles), las adularon y consiguieron su benevolencia ignorante.
Frente a este panorama, si se quiere tétrico, hay muchos remedios. Todos de difícil administración: Más democracia, ciudadanos suficientemente educados, libertad de expresión, pluralismo de medios, nuevas tecnologías de la información.
Las cadenas nacionales, el control estatal de los medios de comunicación, el uso de los dineros públicos para beneficiar a los amigos, los grandes monopolios privados, conforman un conjunto que amenaza nuestras libertades.
Una amenaza que no cesa por eventuales combates por el poder entre aparatos de gobierno y medios de prensa con nostalgia monopólica, como el que contemplamos hoy en Salta, en donde viejos amigos, compañeros y aliados se desconocen y enfrentan.
Es esta, como bien se ha dicho, una lucha entre poderosos para acumular más poder, para expulsar al ahora enemigo o, por lo menos, marcarle el territorio. (Por cierto, días atrás, el señor Urtubey perdió los estribos cuando, cediendo al desprecio, descalificó como interlocutor a un periodista por su condición de empleado).
Discuten ellos asuntos de poder, no pujan por la libertad de expresión ni por el derecho a una información veraz.
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