En 1972, el Club de Roma encargó al justamente célebre Instituto Tecnológico de Massachusetts un estudio sobre el porvenir de la humanidad. Este informe, que mensuró y reflexionó acerca de los límites del crecimiento de la población y de la actividad de los hombres sobre la tierra, adquirió notoriedad en todos los ámbitos científicos y políticos, y fue de alguna manera cctualizado por última vez en 2004.
El Estudio alertó a la opinión pública mundial acerca de un hecho que pudiera parecer obvio: nuestro planeta puede albergar, alimentar y sostener a un número determinado de seres humanos. Por encima de ese número, advertía el Club de Roma, las consecuencias serán catastróficas para el género y para la civilización de los hombres.
Esta breve y forzosamente incompleta introducción, me da pie para analizar tanto el modelo de crecimiento adoptado -de facto y sin mayor debate- por Salta, como sus ya notorios límites.
Salta, en los últimos años, viene creciendo de la mano de la agricultura, de la minería, del turismo y de la industria de la construcción. Pero este crecimiento produce, como todo proceso económico, residuos y excrecencias, a la par que consume recursos no renovables.
Desde el punto de vista social, el modelo salteño de crecimiento se basa en la permanencia de una ancestralmente injusta distribución de la riqueza y de las oportunidades. El crecimiento genera pobres, a los que el sistema político, para aliviar tensiones y ganar elecciones, aparca en cinturones inhumanos y los tranquiliza mediante una tupida red de subsidios de propósito múltiple.
En esta opción estratégica no hay nada que diferencie a este gobierno del anterior.
A su vez, y desde el punto de vista cultural, el modelo salteño de crecimiento toma prestada de otras latitudes la ideología productivista según la cual hay que incentivar la especulación inmobiliaria, tolerar la destrucción de los bosques y paisajes, favorecer el híper consumo de los recursos no renovables (como las energías fósiles y el agua). Esta misma ideología santifica la explotación de los trabajadores (bajos salarios, empleo en negro), y promueve con singular éxito la abdicación por parte del Estado de sus potestades de control.
Tal ideario productivista impone, con el apoyo del Gobierno de Salta, su lógica feroz y sus cultores se muestran decididos a perseguir objetores y a silenciar disidencias.
Quién reclama construcciones antisísmicas, es un retrógrado; quien defiende Las Yungas, es un terrorista; quien pregunta por un edificio de altura inapropiada es acusado de subversivo; quién se opone al loteo de las áreas de rivera es presentado como un ser antisocial.
La vieja Salta intolerante y reaccionaria reaparece para defender privilegios y perseguir a quienes se atreven a marcar los límites del crecimiento.
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