En los años 60, al menos para las autodenominadas vanguardias, la denostada democracia burguesa era sinónimo de partidos políticos, de división de poderes, de minorías con derechos, de elecciones que condujeran a la alternancia.
Por el contrario, en la soñada democracia popular imperarían el movimiento (no los partidos), el control de todos los poderes por el Líder, la exclusión de las minorías, y la perpetuación en el vértice del poder. El ejemplo más a mano de tal democracia popular era el régimen imperante en la Europa del Este dominada por el comunismo.
El error de
entonces fue creer que las deficiencias de la democracia representativa podían superarse por medio del caudillismo,
de la plaza llena y del fin de las disidencias.
Ahora, en
los inicios del siglo XXI, la vieja democracia representativa vuelve a
presentar averías y falencias, como puede verse con alguna claridad en los
países mediterráneos de la Unión Europea, desde Grecia a España, pasando por
Italia.
Los partidos
políticos tradicionales y mayoritarios se muestran allí incapaces de
representar las nuevas sensibilidades y
de resolver los nuevos desafíos. Las elecciones generales no siempre producen
ya gobiernos estables y alternativas consistentes capaces de cerrar o encauzar
los conflictos. La creciente indignación de los españoles contra el Gobierno
recién elegido, es una muestra del nuevo estado de cosas.En la Argentina las manifestaciones de esta crisis de la democracia son, a mi modo de ver, tres;
El desprecio a las minorías, que expresa el rodillo que comanda quien obtuviera el 54% de los votos;
La crisis de los partidos políticos, absorbidos, domesticados, divididos, desorientados; y, por último,
La ausencia de controles genuinos sobre los poderes públicos.
La más moderna doctrina europea que pregona el nacimiento de una virtuosa democracia constitucional, donde los poderes públicos y privados actúan sometidos a las normas de la Constitución que son directamente operativas, constituye un gran avance en la buena dirección.
Lamentablemente, aunque en el elenco gobernante hay gente que ha leído sobre esto, en Salta no hay ni rastros de una democracia constitucional. Asistimos a la decadencia de las formas tradicionales de representación, aunque edulcorada por rostros juveniles y sonrientes que ocultan una voluntad cesarista.
Salta, como la Argentina, precisa un salto de calidad hacia más democracia directa, más control ciudadano, mayor educación cívica, más administración apegada a la ley, y una justicia independiente.
Precisamos romper el ente “Política & Negocios SA”.
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