Algunos argentinos
piensan que la democracia es la simple ausencia de un gobierno a cargo de las
fuerzas armadas; para otros, la democracia esta circunscrita al ejercicio
periódico del voto para elegir gobernantes y legisladores. Están también
quienes analizan la democracia atendiendo al funcionamiento de los poderes
públicos.
Si bien la
democracia es todo eso, la cultura política dominante tiende a ignorar o infravalorar
otros aspectos que hacen al contenido
esencial de la democracia como forma de organización de la vida en
comunidad. La vigencia de las libertades y derechos fundamentales, la atención
a los objetivos de justicia e integración social y territorial, la
participación activa de los ciudadanos en los asuntos comunes, la tutela de los
derechos de todas las minorías, la promoción de los valores republicanos, y la
ética de la solidaridad, forman parte inexcusable del concepto de democracia.
En nuestro
país se extiende también un sentimiento de frustración respecto del
funcionamiento de la democracia representativa. Cada día somos más quienes pensamos
que algo no anda bien en el ámbito institucional y en la vida cívica, sin que -hasta
ahora- hayamos sido capaces de elaborar un diagnóstico ni una alternativa
compartida para lograr que la democracia dé sus mejores frutos.
A mi modo de
ver, la democracia argentina se caracteriza por: a) La deformación del principio mayoritario (muchos pretenden
que el 54% habilita para destruir minorías y disidencias, y para avanzar en
contra de la Constitución); b) Un exceso delegacionista
potenciado por la ausencia de controles republicanos; y c) La escasa vocación
de los ciudadanos por ocupar los espacios de autonomía colectiva.
Habiendo
abordado en notas anteriores el concepto de democracia
constitucional (que armoniza la regla mayoritaria con los principios
democráticos superiores), me referiré a continuación a los otros dos factores
que empobrecen nuestra democracia.
Delegación excesiva y sin controles
En nuestras
prácticas políticas el elector concede amplísimos poderes a sus representantes
quienes, en realidad, actúan sin mandato y no pueden ser revocados. A su vez,
la destrucción de los partidos políticos y el caudillismo promueven el
alejamiento del elegido respecto de sus electores. Si bien el votante puede
expresar su malestar o disconformidad, no cuenta con canales eficaces para
controlar, imponer rectificaciones o revocar mandatos.
La mayoría hoy
gobernante procura someter a los órganos de control, trátese de jueces,
síndicos o auditores, o minimiza su papel. Para colmo de males, la parálisis de
la vida partidaria y la exacerbación del voto mayoritario, favorecen tal deformación
que transfiere la soberanía desde el pueblo a los ocasionales representantes.
El voto, como sucede en Salta, instituye soberanos, no representantes.
Estatismo versus autonomía
En las
democracias avanzadas, el Estado tiene grandes responsabilidades y competencias
que, sin embargo, no alcanzan para eclipsar la actuación autónoma de los
ciudadanos voluntariamente organizados en sindicatos y otros entes no
gubernamentales que canalizan inquietudes diversas y plurales.
En nuestro
país el tejido asociativo es harto precario. A raíz de las debilidades de
nuestra cultura democrática y de una cierta apatía cívica, los ciudadanos no
acertamos a ocupar todos los espacios que una verdadera democracia deja
abiertos a la iniciativa autónoma.
Sucede que,
dentro del manipulado debate entre estatismo y liberalismo, las fuerzas
gobernantes identifican “progresismo” con intervención masiva del Estado y
descalifican como neoliberales la defensa de los espacios de autonomía
colectiva. En este sentido, no deja de sorprenderme la resistencia de los
laboralistas locales a los procedimientos
autónomos de solución de los conflictos del trabajo que, vistos en las
democracias avanzadas como un factor de progreso, son presentados aquí como un
intento de desarmar al Estado.
En realidad,
aquella intervención del Estado avasalla la libertad de asociación de los
trabajadores, e intenta controlar por todos los medios -como sucede en Salta- a
los colegios profesionales, centros vecinales y estudiantiles, bibliotecas
populares, comedores barriales, asociaciones de objeto único, fundaciones,
clubes deportivos y demás ONG’s. La asignación de recursos públicos a los
amigos, el desembarco de batallones oficialistas en la dirección de colegios y
centros, la burocratización que limita la libre asociación, son algunos de los
medios estatizantes (o totalizantes).
Pero del
lado cívico también existen comportamientos que conducen a asfixiar la
autonomía y a otorgar indebido protagonismo al Estado. Así sucede, por ejemplo,
cuando los ciudadanos piensan que son los gobiernos los encargados de resolver
todos los problemas y conflictos, renunciando a ejercer sus responsabilidades o
a crear órganos participativos de gestión o encauzamiento.
Si bien el
estatismo excluyente de la autonomía
colectiva es genéticamente pernicioso, constituye un sarcasmo en ámbitos
municipales en donde las necesidades humanas (individuales y colectivas) son de
tal magnitud que reclaman la suma de esfuerzos públicos y privados, como
sucede, por ejemplo, en las áreas más pobres de Salta donde, paradójicamente,
los municipios carecen de aptitudes y recursos.
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