En general, como
recuerda Luis María DIEZ PICAZO ("La criminalidad de los gobernantes", Editorial CRITICA, España - 1996) los Estados democráticos se han dotado de varios ámbitos
dentro de los cuales se dilucidan las responsabilidades por el desempeño de cargos
políticos.
Las responsabilidades políticas
El primero
de esos ámbitos se rige por principios políticos que, por ejemplo, obligan al
sospechado ponerse a disposición de los jueces, facilitar la investigación y,
llegado el caso dimitir sin perjuicio de ejercer su defensa y ampararse en la
presunción de inocencia. Por supuesto las citas electorales son el gran
tribunal donde se depuran las responsabilidades políticas por delitos, por
impericia o fracasos; en las urnas, los ciudadanos tienen la oportunidad de
castigar a ineptos y corruptos.
Sin embargo,
hay que alertar contra las manipulaciones del poder para descalificar a
opositores y encubrir a los amigos. Una tarea sencilla en aquellas naciones
donde el poder del Estado controla los medios de prensa y sus líderes -relegibles y carentes de
escrúpulos- mienten para destrozar la honra y las carreras políticas de sus
adversarios.
La presencia
de partidos políticos contribuye a mejorar la selección de gobernantes y,
también, a excluir de la vida cívica a quienes se corrompen. Para lograrlo
disponen de tribunales de conducta que prestan señalados servicios a la
moralidad pública. A su vez, los cuerpos de control republicano (sindicaturas,
auditorias, comisiones parlamentarias, consejos con representación de las
minorías) son otra barrera contra la criminalidad de los gobernantes.
Adviértase
entonces que quienes gobiernan despreciando la ley y están dispuestos a
enriquecerse, procurarán destruir a los partidos políticos, bregarán por relecciones indefinidas, desatarán campañas
difamatorias, controlarán la información que pudiera afectarles y se esforzarán
por dominar o esterilizar a los órganos de control.
La responsabilidad penal de los gobernantes
Dando por
descontada la existencia de Códigos Penales sin fisuras por donde puedan
filtrarse impunidades, el castigo de los delitos cometidos desde el gobierno
depende de la existencia de jueces independientes y dotados de los medios
necesarios para investigar delitos complejos.
La
independencia judicial es vital entonces no solo para castigar a los culpables,
sino también para absolver a los inocentes y romper las mallas de protección
que desde el poder suelen tejerse para ocultar los delitos propios. Existe, no
obstante un problema que es necesario abordar para lograr sentencias justas y
rápidas: la injerencia de los gobiernos sobre los jueces. Una intervención,
ciertamente perversa, que se ejerce unas veces controlando los órganos de
nombramiento, superintendencia y disciplina del Poder Judicial, y otras, lanzando
campañas para influir en la opinión pública, bien desacreditando a los jueces,
bien poniéndolos en la encrucijada de tener que absolver o condenar a quienes
ese mismo poder, antes y en sus discursos públicos, condenó o absolvió.
La responsabilidad ética
Las
democracias adelantadas abrieron el camino de este orden de responsabilidades
creando Tribunales de Ética. Un camino que siguió la Argentina (y que debieran
seguir la Provincia de Salta y el Municipio de la Capital) al promulgar, al
final de los años 90, la Ley 25.188, que sin embargo nadie se atrevió a
profundizar poniendo en marcha la Comisión
Nacional de Ética Pública, un ente que debería funcionar en el ámbito del
Congreso de la Nación, con participación de las minorías, y cuya ausencia priva
a nuestro país de una poderosa herramienta de control con capacidad para emitir
sanciones ético-políticas.
Estos graves
problemas se vincula estrechamente con otro de gran envergadura: El
financiamiento de la política y de las elecciones que, también en la Argentina
y en Salta, demandan cifras multimillonarias que, en muchas ocasiones, sobre
todo en casos de debilidad de los partidos políticos, se obtienen de fondos
oscuros que proveen la delincuencia política o común, o personas interesadas en
lograr retornos y tratos de favor.
La
criminalidad de los gobernantes es un problema en donde se juega la viabilidad
de la democracia. Pero es buen advertir que la vieja costumbre de “meter la
mano en la lata” viene hoy amparada y potenciada por nuevas redes y cerebros
que saben que la mejor manera de lograr impunidad es sembrar la sospecha de que
todos quienes frecuentan la política son malvados y delincuentes.
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