Aquel pasado
reciente, en donde bastaba consultar los Boletines Oficiales, los Diarios de
Sesiones o los repertorios de jurisprudencia para conocer el contenido de las
decisiones oficiales, está siendo remplazado por una intrincada red de órdenes,
instrucciones y decisiones que, dada su opacidad, escapa al control democrático
de los ciudadanos. Hoy, una gran parte del poder fluye por fuera de los
carriles institucionales y se centra en reuniones informales, en “mesas
chicas”. Una veces el poder se ejerce en diálogos de alcoba, en simples
llamadas telefónicas o en amables reuniones sociales y diplomáticas; otras, a
través de órdenes secretas (como la que amenaza con liquidar la carrera
política de los intendentes de Bariloche y de Cerrillos).
Pero, más
grave aún, el poder se expresa también en gestos y silencios, en alocuciones
radiotelevisivas o en mítines en donde el orador sigue el guion aprobado por
sus asesores de imagen o sucumbe ocasionalmente al dictado de sus vísceras.
Los
obedientes que integran las redes a través de las cuales se ordena y manda, se
ven en figurillas para interpretar gestos, guiños, rabietas o silencios. De
allí la necesidad de contar con “operadores”, esa nueva raza que moviéndose en
las sombras, traslada, controla, premia y castiga en nombre del poder.
La supresión
de las reuniones de Gabinete, la destrucción de los Partidos Políticos y la
ruptura de los vínculos entre electores y elegidos, apuntan a facilitar esta
nueva forma de ejercer el poder; un poder que genera espacios secretos, que
exige lealtades incondicionales, que precisa demostrar diariamente su eficacia,
y que procura eternidad e impunidad.
¿A quién o
ante quién responden concejales y diputados elegidos en listas sábanas y bajo
el patrocinio de partidos fantasmas? Muchos de ellos se consideran delegados,
no del pueblo, sino del líder supremo que facilitó y financió su elección y del
cual seguramente depende su relección.
Cuando habla,
el Vértice del poder, sienta doctrina, instruye y manda, sin que sus órdenes
pasen por engorrosos dictámenes ni terminen en las gacetas oficiales. Los
ubicados escalones más abajo, saben a qué atenerse: Si ese vértice demoniza
ideas o personas, los funcionarios saben que deben cancelar audiencias,
eliminar libros de las bibliotecas o acelerar las acciones judiciales.
Es lo que
los españoles llaman “situarse”, para expresar la especial aptitud que se
requiere de ministros, subsecretarios, directores y jefes de despacho: La de
sintonizar con el líder, de anticiparse a sus deseos. Si el Presidente habla contra
los gordos o los calvos, los verticalizados
(sean estos jueces, diputados o altos ejecutivos) saben a qué atenerse; no
precisan, como antes, de una llamada telefónica que alguien pudiera estar grabando.
No se piense
que los poderes de esta índole son eficaces sólo dentro de las instituciones
del Estado o frente a representantes y magistrados. Como lo demuestra el caso
de la Argentina contemporánea, este poder está preparado para determinar quién
gana y quién pierde en amplios espacios de la actividad privada. Es así que para
evitar encontronazos, muchas compañías -también muchos sindicatos- se ven
obligados a silenciar opiniones, a remplazar directivos antipáticos, a asistir
y aplaudir. El poder todopoderoso puede también influir en lo que se traslada a
nuestros televisores, cambiar la grilla de comentaristas y analistas y amoldar
la presentación (o el ocultamiento) de las noticias.
Por supuesto, no todos pueden ejercer el
poder este modo. Al menos no siempre, y menos cuando funcionan las
instituciones de la república y sus órganos de control, comenzando por la
presencia de un electorado culto y activo.
Es por eso que aquel que ocupa el Vértice, se
siente obligado a demostrar a diario que cuenta con los medios para torcer
resistencias y acallar críticas. Imaginemos, sino, por algún momento, como
deben sentirse los miles de Intendentes elegidos en la Argentina por el voto
popular ante las recientes muestras de contundencia de las órdenes impartidas desde
Olivos o desde Las Costas.
Asistimos, no solo en Salta y en la
Argentina, a una concentración excesiva del poder, en manos que buscan acumular
recursos para mandar, para controlar opiniones, para defenestrar a eventuales
adversarios. Ahora, más que nunca, comprendo a mi profesor de Introducción al
Derecho de la Universidad de Tucumán cuando, con su particular y temible sonrisa,
nos enseñaba que el poder no es nada más pero nada menos que la facultad de
hacerse obedecer.
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