Como nos ha
enseñado Juan José LINZ en su libro "La quiebra de las democracias",
la estabilidad y la buena marcha de las democracias dependen, entre otros
factores, de la lealtad de los ciudadanos y de los actores sociales a los
principios, valores y reglas de cada Constitución. Un compromiso que Ernesto
LACLAU, el máximo teórico del kirchnerismo, insiste en repudiar.
Habiéndome
referido en otras oportunidades a nuestra paz
interior, me centraré en los efectos dañinos que la corrupción, un acto de
grave deslealtad institucional, provoca sobre la confianza cívica y, por
extensión, sobre la calidad de la vida política y el bienestar general.
Si bien ningún
régimen está libre de que algunos gobernantes utilicen el poder del Estado en
provecho propio (vale decir, para enriquecerse, canalizar odios, perpetuarse en
los cargos, favorecer a parientes y amigos, o para dar rienda suelta a la
lujuria y a la concupiscencia), las democracias auténticas son aquellas que logran
reducir su frecuencia y castigar a los culpables.
Muchos Estados
modernos han desarrollado eficaces mecanismos de prevención y castigo basados
en: a) La actuación de jueces independientes y de órganos de control
especializados; b) La vigencia del derecho a acceder a la información pública
y, c) La libertad de expresión. Nuestro principal problema radica, precisamente,
en la inexistencia de estos elementos correctores y sancionadores.
Al menos
desde un punto de vista institucional, las amenazas a la estabilidad
democrática vienen más de la impunidad que de la corrupción en sí misma. De
allí que cada vez que un régimen logra someter a los jueces y arrinconar a los
órganos de control, está atentando gravemente contra la buena marcha de la
democracia.
A mi modo de
ver, el daño más intenso se produce cuando los jueces actúan al dictado de los
gobiernos y manipulan las causas por delitos contra la administración pública.
Lo hacen unas veces burdamente y otras de forma sutiles: Sobreseyendo a
culpables, castigando a inocentes -cuyas cabezas brindan a una opinión pública
ansiosa-, o dilatando hasta la exasperación los trámites.
Cuando los
ciudadanos se percatan de esta penosa situación, la justicia pierde todo
crédito y sus sentencias -lejos de reparar los daños, de garantizar los
derechos fundamentales, o de restablecer la supremacía de la Ley y la moral- se
convierten en parte de un espectáculo resabido que, en el fondo, se integra
dentro del panorama de una sociedad decadente. Un espectáculo producido y dirigido
por gobiernos poderosos que intentan adormecer a la opinión pública, garantizando
impunidades y facilitando ceremonias de expiación en donde un chivo elegido al
azar es entregado al demonio para lavar culpas propias.
La antesala de la quiebra
La
reiteración de esta puesta en escena provoca efectos letales sobre la vida
democrática y puede colocar en riesgo de quiebra a las instituciones de la
república.
El primer efecto
es el desencanto de los ciudadanos que, hastiados de la corrupción y de su
impunidad, comienzan a descreer de la capacidad de la democracia para extirpar
el flagelo y moralizar la política.
El segundo
consiste en la drástica alteración de la agenda pública que tiende a parecerse
a lo que sucede en el mundo de la farándula en donde el escándalo cumple
funciones de marketing.
La política
cotidiana reducida a una sucesión de escándalos y denuncias cruzadas de actos de
corrupción -reales o imaginarios- que nunca llegan a esclarecerse, termina
atrapando a la ciudadanía en un debate que, antes que buscar soluciones y
castigo a la corrupción, sirve para oscurecer el curso de los acontecimientos.
La apuesta
por la denuncia permanente encubre otros actos innobles. Los políticos que
viven de la denuncia, incluso falsa, están genéticamente incapacitados para
gobernar, proponer soluciones o construir alternativas. En un contexto donde la
política es un espectáculo que responde a guiones redactados por equipos dotados
de sofisticadas técnicas de manipulación capaces de garantizar el éxito de los
peores designios, el ciudadano va perdiendo su capacidad de influir en el curso
de los acontecimientos políticos, económicos y sociales. Y, lo que es aún peor,
pierde sus esperanzas, su ilusión de participar en la construcción de programas,
y su capacidad de seleccionar liderazgos.
Cuando este
proceso avanza, las naciones se enfrentan al peligro de quiebra institucional o
al riesgo de una larga decadencia. La inminencia de una nueva y crucial cita
electoral, activa a los factores de poder interesados en sumirnos en una nueva espiral
de decadencia.
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