lunes, 25 de febrero de 2013

¿Puede la corrupción provocar la quiebra de las democracias?

De los varios pilares que sostienen nuestro edificio democrático, pienso que tres merecen especial atención: La paz interior (objetivo del Preámbulo de la Constitución que demanda reconciliación y abandono del odio como motor de la lucha ideológica), la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y en un futuro mejor, y la lealtad de todos a las instituciones de la República.
 
Como nos ha enseñado Juan José LINZ en su libro "La quiebra de las democracias", la estabilidad y la buena marcha de las democracias dependen, entre otros factores, de la lealtad de los ciudadanos y de los actores sociales a los principios, valores y reglas de cada Constitución. Un compromiso que Ernesto LACLAU, el máximo teórico del kirchnerismo, insiste en repudiar.  

Habiéndome referido en otras oportunidades a nuestra paz interior, me centraré en los efectos dañinos que la corrupción, un acto de grave deslealtad institucional, provoca sobre la confianza cívica y, por extensión, sobre la calidad de la vida política y el bienestar general.

Si bien ningún régimen está libre de que algunos gobernantes utilicen el poder del Estado en provecho propio (vale decir, para enriquecerse, canalizar odios, perpetuarse en los cargos, favorecer a parientes y amigos, o para dar rienda suelta a la lujuria y a la concupiscencia), las democracias auténticas son aquellas que logran reducir su frecuencia y castigar a los culpables.

Muchos Estados modernos han desarrollado eficaces mecanismos de prevención y castigo basados en: a) La actuación de jueces independientes y de órganos de control especializados; b) La vigencia del derecho a acceder a la información pública y, c) La libertad de expresión. Nuestro principal problema radica, precisamente, en la inexistencia de estos elementos correctores y sancionadores.

Al menos desde un punto de vista institucional, las amenazas a la estabilidad democrática vienen más de la impunidad que de la corrupción en sí misma. De allí que cada vez que un régimen logra someter a los jueces y arrinconar a los órganos de control, está atentando gravemente contra la buena marcha de la democracia.

A mi modo de ver, el daño más intenso se produce cuando los jueces actúan al dictado de los gobiernos y manipulan las causas por delitos contra la administración pública. Lo hacen unas veces burdamente y otras de forma sutiles: Sobreseyendo a culpables, castigando a inocentes -cuyas cabezas brindan a una opinión pública ansiosa-, o dilatando hasta la exasperación los trámites.

Cuando los ciudadanos se percatan de esta penosa situación, la justicia pierde todo crédito y sus sentencias -lejos de reparar los daños, de garantizar los derechos fundamentales, o de restablecer la supremacía de la Ley y la moral- se convierten en parte de un espectáculo resabido que, en el fondo, se integra dentro del panorama de una sociedad decadente. Un espectáculo producido y dirigido por gobiernos poderosos que intentan adormecer a la opinión pública, garantizando impunidades y facilitando ceremonias de expiación en donde un chivo elegido al azar es entregado al demonio para lavar culpas propias.

La antesala de la quiebra
La reiteración de esta puesta en escena provoca efectos letales sobre la vida democrática y puede colocar en riesgo de quiebra a las instituciones de la república.  
El primer efecto es el desencanto de los ciudadanos que, hastiados de la corrupción y de su impunidad, comienzan a descreer de la capacidad de la democracia para extirpar el flagelo y moralizar la política.

El segundo consiste en la drástica alteración de la agenda pública que tiende a parecerse a lo que sucede en el mundo de la farándula en donde el escándalo cumple funciones de marketing.
La política cotidiana reducida a una sucesión de escándalos y denuncias cruzadas de actos de corrupción -reales o imaginarios- que nunca llegan a esclarecerse, termina atrapando a la ciudadanía en un debate que, antes que buscar soluciones y castigo a la corrupción, sirve para oscurecer el curso de los acontecimientos.

La apuesta por la denuncia permanente encubre otros actos innobles. Los políticos que viven de la denuncia, incluso falsa, están genéticamente incapacitados para gobernar, proponer soluciones o construir alternativas. En un contexto donde la política es un espectáculo que responde a guiones redactados por equipos dotados de sofisticadas técnicas de manipulación capaces de garantizar el éxito de los peores designios, el ciudadano va perdiendo su capacidad de influir en el curso de los acontecimientos políticos, económicos y sociales. Y, lo que es aún peor, pierde sus esperanzas, su ilusión de participar en la construcción de programas, y su capacidad de seleccionar liderazgos.
Cuando este proceso avanza, las naciones se enfrentan al peligro de quiebra institucional o al riesgo de una larga decadencia. La inminencia de una nueva y crucial cita electoral, activa a los factores de poder interesados en sumirnos en una nueva espiral de decadencia.


 

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