La
reinstalación de las paritarias se produjo recién en 1989, cuando el Presidente
ALFONSIN, luego de años de vacilaciones, volvió a convocarlas. Desde entonces,
han transcurrido casi 25 años durante los cuales los sindicatos negociaron en
un marco de relativa estabilidad y libertad económica.
En los años
de la convertibilidad, sin apenas inflación y con elevado desempleo, los
sindicatos oficiales asumieron tres tareas para la cual no estaban preparados:
Defender el empleo, fomentar la contratación de nuevos trabajadores, y negociar
la reconversión impuesta por las privatizaciones y por las reformas de mercado.
En las
postrimerías del “uno a uno”, la mayoría de los sindicatos confederados se
mostró partidaria de la devaluación, pese a las evidencias de que tal medida
provocaría una brusca caída del poder de compra de los salarios y de las
jubilaciones. En cualquier caso, esta caída y la reaparición de la inflación
revitalizaron, paradójicamente, la acción sindical.
Fue entonces
cuando los asalariados en blanco volvieron la mirada hacia las viejas
estructuras representativas encomendándoles la negociación de ajustes
salariales que paliaran los terribles efectos de la devaluación de 2002 y de la
reaparecida inflación.
Luego de un
bienio en el “infierno”, que empobreció a los trabajadores y sumió en la
indigencia a los excluidos, los sindicatos pudieron ofrecer a sus bases
salarios tendencialmente buenos y beneficiarse de la mejora de todos los
indicadores del mercado de trabajo.
A partir de
2004, los sindicatos encararon esta tarea apelando a las viejas tácticas de
negociación y presión que, en realidad, son las únicas que conocen y que deben
a Augusto VANDOR, el último estratega del movimiento obrero peronista:
Exigencia de paritarias libres, rechazo a formas de concertación social que
impliquen controles sobre los salarios, complicidad con el Gobierno,
concesiones a la patronal a cambio del aval al modelo de sindicato único,
verticalismo y centralización del proceso de negociación colectiva.
Desde
entonces y al menos hasta 2011, los sindicatos con personería gremial se mostraron conformes con la marcha de la
negociación colectiva y, por extensión, con la política económica de los
Gobiernos KIRCHNER. La conjunción de ambos factores produjo resultados
globalmente positivos, aunque desparejos, para los trabajadores registrados, y
contribuyó a potenciar la creación de empleo en un contexto de fuerte
crecimiento económico.
Pero en los
últimos dos años las cosas han cambiado y es harto improbable que los
sindicatos confederados puedan reinstalar el escenario que alumbró el Pacto
KIRCHNER-MOYANO.
Carentes de
mentes estratégicas, los viejos sindicatos peronistas se encuentran ante nuevos
desafíos: Creciente inflación, Gobierno reacio a mantener antiguas
complicidades, ralentización de la economía, apropiación por el Estado de una
parte de los salarios en blanco, lento avance de la desocupación, fin de la
exuberancia fiscal, y agotamiento de las ganancias que la mega devaluación de
2002 reportó a las grandes y medianas empresas.
A juzgar por
su accionar en las mesas paritarias, los líderes sindicales tradicionales mantienen
su rechazo a la negociación tripartita de una política nacional de rentas. Las únicas novedades que presenta su actuación
consisten en reducir el plazo de vigencia de los convenios colectivos y bregar
por la reforma de las escalas del impuesto a las ganancias.
Sin embargo,
es probable que el señor MOYANO y otros de aquellos líderes intuyan que aun
cuando sus viejas estrategias de presión pueden todavía lograr en algunos
sectores incrementos salariales por encima de la inflación, lo más probable es
que este éxito termine potenciando la estatización de empresas (en el sector
eléctrico, por ejemplo) y favoreciendo a quienes demandan un “rodrigazo”; vale
decir, una gran devaluación y un simultáneo incremento de las tarifas
atrasadas.
Está claro
que, de ocurrir este nuevo desastre macroeconómico, dañino para los
trabajadores, los jubilados, los demandantes de empleo y los perceptores de
ayudas asistenciales, la CGT (en todas sus versiones) encontrará fáciles argumentos
para trasladar las culpas al Gobierno, a la patronal y, si acaso, a la
sinarquía.
Pero no
estaría de más que volvieran sus miradas a la ronda negociadora de 1975,
reflexionaran de modo autocrítico sobre la actuación de los líderes sindicales de
aquel entonces (para lo cual nada mejor que leer a Juan Carlos TORRE), y se pusieran a trabajar para impedir aquello que la mayoría de
los argentinos no desea que ocurra.
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