Cuando se habla de la pobreza el discurso tiende a centrarse en la capacidad de las personas para adquirir alimentos o acceder a servicios vitales. Luego se pasa a asignar responsabilidades políticas. Vale decir a identificar las medidas que llevaron a esas personas a su afligente situación. El discurso se cierra, casi siempre al menos en Salta, con la enunciación de propuestas o demandas orientadas a asistir materialmente a los pobres.
Saliéndome de este libreto insustancial, quisiera centrarme en otro aspecto de la pobreza salteña. Me refiero a la pobreza de buena parte de las prestaciones asistenciales y de los servicios públicos.
En este sentido, la reciente encuesta nacional de calidad educativa, cuya última entrega recoge los datos de 2007, muestra una realidad alarmante y penosa: Tras mas de un lustro del llamado “modelo de inclusión social”, la calidad de nuestra educación está bajo mínimos.
Vale decir, los niños y jóvenes que concurren a la escuela pública están recibiendo prestaciones de muy baja calidad en relación con los estándares internacionales y argentinos.
Hay quienes tranquilizan su conciencia ocultando los datos. Otros intentan disfrazarlos comparándolos con la media del NOA.
Pero cuando, como está mandado, comparamos los datos de Salta con los de las áreas de mejor desempeño, como es el caso de la ciudad de Buenos Aires, nuestras carencias quedan al desnudo.
Los resultados salteños son mucho peores que los de Buenos Aires, sin que la calidad educativa de esta ciudad figure entre las mejores del mundo. La encuesta confirma, además, lo que se sabe y calla: Sólo pueden salvarse de este destino de decadencia los niños y jóvenes que asisten a las escuelas privadas.
Un triste panorama que muestra tanto la crisis de la familia como institución co-responsable del proceso educativo, como el exceso de días perdidos (por huelgas y otras causas), y el fracaso de las políticas de selección, capacitación y remuneración de los docentes.
(Para FM Aries)
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