Hay propietarios que no se enteran. Cómo las corrientes del pensamiento jurídico discurren lentamente de norte a sur y circulan morosamente desde las grandes urbes a las pequeñas provincias, son muchos los que en Salta piensan el derecho de propiedad en los términos usados en la Roma antigua.
Para esta corriente de pensamiento, ser propietario implica el derecho de usar y abusar de las cosas y de los bienes en propiedad. Reniegan de las teorías y de las normas que hablan de la función social de la propiedad, una creación con varios siglos de rodaje, a las que equiparan con el nefasto comunismo.
He sabido de gente que destruyó legendarias semillas de zapallo invocando su derecho de propiedad y sus ganas de vengarse de consumidores desagradecidos. También de gente que termina sus noches de champagne y de cocó encendiendo cigarros con billetes de 100 pesos en un alarde chabacano de propietario rebosante de bienes.
Pero esa visión extremadamente individual y egoísta del derecho de propiedad no tiene ya cabida en el mundo moderno. Tampoco en nuestras leyes.
Si en los últimos 80 años las restricciones y límites al dominio vinieron impuestos por consideraciones urbanísticas, por razones de seguridad, o por exigencias relacionadas el equipamiento básico de las naciones, hoy las restricciones al derecho de propiedad se relacionan con la protección del medioambiente, la defensa de los recursos naturales estratégicos, la conservación del patrimonio histórico, el mantenimiento del estilo urbanístico, el fomento de la convivencia armónica del hombre con la naturaleza, y de cada uno con sus vecinos.
Es el precio que todos tenemos que pagar para vivir sanamente, para preservar la paz entre los hombres y entre estos y la naturaleza, así como para cuidar el planeta para las generaciones futuras.
Las nuevas restricciones al derecho romano de propiedad son una conquista civilizatoria. A tal punto que los pueblos que destrozan sus ciudades, talan sus bosques, contaminan sus ríos, intoxican el ambiente con humos, fluidos o ruidos bien merecen el calificativo de salvajes.
Como he recordado en columnas anteriores, Salta (quizás sería más lógico hablar del Gobierno de Salta y de ciertos desaprensivos portadores de intereses egoístas) hasta hace muy poco tiempo mostró un olímpico desprecio por los nuevos valores ambientales. Arrasó millones de hectáreas de bosque, polucionó ríos y, sin ir más lejos, degradó el Parque San Martín y desfiguró el centro histórico de la Capital. El argumento falaz aludía al progreso, a la producción y al empleo.
Pero nuevas leyes están poniendo las cosas en su sitio. Leyes y también sentencias que están frenando abusos inconcebibles. Como es el caso del brillante fallo de nuestra Corte de Justicia que ordenó paralizar una obra desmesurada que se levanta hiriendo a una de las esquinas más bellas de nuestra ciudad.
(Para FM Aries)
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