Imaginemos por un momento que las fiestas del Milagro se celebraran en pleno invierno. Es muy posible que tal circunstancia disminuyera el brillo exterior del homenaje que los salteños rendimos a nuestros santos patronos, aun cuando el frio ambiente no llegara a afectar los sentimientos de piedad, contrición y religiosidad que convocan las imágenes y el culto.
Pero, afortunadamente, las fiestas del Milagro coinciden con las cercanías de la primavera, un tiempo en donde la naturaleza comienza a desperezarse, donde emergen todos los verdes imaginables, y durante el cual la vida animal siente el inicio de un nuevo ciclo. Bien es verdad que, como lo muestra la historia salteña, se trata también de un tiempo sísmico que no deja de preocupar a los habitantes de estos valles que guardan en su memoria los temores inevitables.
El tiempo del Milagro no es solamente ocasión de recogimiento, de meditación y de rezos. Es también un tiempo donde reverdecen los vínculos familiares y tienden a prevalecer los buenos sentimientos. En este sentido es bueno recordar que la fiesta del Milagro convoca a parientes residentes en otras ciudades, de modo que quién más quién menos descubre primos de hablar acelerado, tíos obsequiosos o se reencuentra con vecinas pícaras.
Mi niñez, como la de casi toda mi generación, está marcada por las alegrías milagreñas. Recibí la primera comunión en compañía de los alumnos de la Escuela Urquiza, tras ser advertido por la delicada catequista de que uno de los pecados carecía de definición accesible a los niños.
Abandonando mi fidelidad a los carritos heladeros, disfruté de mi primer ice-cream en la heladería CERCENA del Pasaje la Continental. Descubrí los sabores simples de los sándwiches de La Castiza, junto con el encanto de la Plaza 9 de Julio y sus aromas insinuantes. En setiembre de 1952 tuve mi primer reloj de muñeca. Vi de cerca a Monseñor Tavella y escuché deslumbrado sus sermones y admoniciones. Me atreví en un bote por el lago del parque San Martín. Y, una vez concluido el rezo de la novena, cumplí casi siempre con la rutina de pasar por la Pizzería Belgrano acompañado por Sapito Medrano y los demás amigos del barrio.
A su debido tiempo alargué los pantalones y descubrí que el del Milagro es un tiempo propicio también para el primer amor, que solía surgir de intercambios de lánguidas miradas en la Plaza, en las fiestas familiares, en los juegos intercolegiales, o en una desabrida vereda de la Avenida Belgrano al 800, al lado de una academia de mecanografía .
Si exceptuamos el conflictivo año 1955, el Milagro en Salta fue y es un tiempo propicio a la reconciliación, que invita a poner entre paréntesis las querellas sobre todo políticas.
Esperemos que este añejo espíritu, al que se han sumado de buen grado los descendientes de los pueblo originarios, se mantenga por los siglos de los siglos. Esperemos también que DonDavid pueda retornar a su hermosa costumbre solidaria con los peregrinos.
(Para F.M. Aries)
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