He dedicado varias de mis columnas anteriores a la Casa de Leguizamón que se derrumba a ojos vista ante la ineptitud del poder político, en plena esquina de Caseros y Florida. Y he destacado en más de una oportunidad el valor histórico, cultural y turístico de una Casa que albergó el pasado esplendor de familias salteñas autodenominadas beneméritas y cuyo encanto resaltó uno de sus visitantes ilustres, don Manuel Mujica Láinez.
Se trata de una Casa única en el norte argentino por su fuerza expresiva que muestra un estilo de vida signado por el buen gusto y la vocación europeísta de sus hacedores. De una Casa cuyo valor y encanto muchos pudimos comprobar recientemente visitando la exposición del mobiliario que engalanaba la Casa y que acaba de ser restaurado por artesanos salteños.
Subleva pensar que por la irrisoria suma de 1.500.000$ que costará la primera etapa de su refacción, sucesivos Gobiernos salteños hayan demorado diez años en abordar una obra fundamental. Adviértase que cuando califico de irrisoria a esa suma estoy pensando en lo que el señor Gobernador y sus recientes y antiguos fieles gastarán durante las sucesivas campañas electorales que se avecinan.
En realidad aquella demora, este presupuesto y la vía de la contratación directa utilizada por el Gobierno, retratan a una gestión que piensa mezquinamente en términos de poder y de imagen, que es experta en maquillarse diariamente, y que desdeña los conceptos de eficacia y eficiencia. En cualquier caso, y otorgando un voto de confianza al señor Ministro de Cultura, hay que celebrar el desbloqueo del trámite y el inminente inicio de las obras.
Un voto lógicamente supeditado a la opinión de los expertos que bien harían en publicar sus puntos de vista respecto al enfoque elegido para restaurar, a la idoneidad de la adjudicataria, a la calidad del proyecto, y a la división en varias etapas una operación de salvataje sobre cuya urgencia no existen dudas.
Añado que aquella visita a la espléndida exposición del mobiliario restaurado me permitió descubrir la fascinante personalidad de Agustina Palacio, santiagueña pero emparentada con los dueños de la Casa de Leguizamón en donde luce un retrato que la muestra impávida y de lejana belleza.
Agustina, casada a los 15 años con don José de Libarona, despertó pasiones innobles en Felipe Ibarra un sultán santiagueño del siglo XIX, rijoso como todos los sultanes, incluidos los salteños. Sus desventuras están evocadas en la espléndida novela “Polvo y espanto”, de Abelardo Arias, cuya lectura me atrevo a recomendar.
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