Aludí en mi anterior columna a la persistencia de una vieja costumbre que retorna con los carnavales. La de ciertos intendentes municipales que tiran la casa por la ventana montando corsos, regenteando comparsas que luego se reconvierten en máquinas electorales, regalando vino en damajuanas y papel picado, fomentando el arte oficial (aquel que contrata sólo a quienes son simpáticos al poder de turno) e incitando o tolerando bailables que invitan al desenfreno para terror de los vecinos, que unas veces son personas ya retiradas de estas lides y otras auténticos objetores de conciencia que ven en el carnaval una ceremonia diabólica.
Vivimos, en Salta, un tiempo donde la antigua ortodoxia en materia de culto (centrada en los santos patronos y en don Martín Miguel de Güemes), ha sido reemplazada, cuando no desplazada, por una miríada de devociones y cultos: Al dinero, a santos no santificados, o a seudo divinidades que piden a sus fieles que bailen, beban y copulen. Los rígidos curas de negar sotana que regalaban estampitas a los niños y daban la extremaunción a los moribundos, ven con espanto la irrupción de sacerdotes laicos que celebran amores impuros, trafican con el futuro, y venden imaginario poderes y celebran oscuras ceremonias.
Pero hay un culto especialmente desagradable. Me refiero al culto a la personalidad, al endiosamiento de los gobernantes; a la entronización de caras sonrientes y apellidos que reclaman votos de obediencia que transforman en súbditos a los ciudadanos; me refiero a los reclamos de pleitesía, unanimidad e incienso. Un culto más propio de sultanatos que de repúblicas. Un culto que ha dejado de llamar la atención y que sólo despierta reacciones críticas de unos pocos mediocres, a decir de una ministra local.
Debo confesar que me cuento dentro de este pequeño ejército de mediocres al que descalifica la señora ministro. Formo parte de este grupo insatisfecho y criticón, desde que comprendí el Decreto de Supresión de Honores que inspiró Mariano Moreno. Desde que me di cuenta de que era un agravio a los derechos humanos obligar a los no peronistas rendir honores a doña María Eva Duarte de Perón, o a leer cada mañana el libro “La razón de mi vida” (que dicho sea de paso leía yo con satisfacción de peronista). A partir de entonces, identifico el culto a la personalidad como un vicio propio de las tiranías.
Y no debo andar muy desencaminado por cuando el propio señor Urtubey ha salido al paso de los fieles que habían decidido engalanar con su joven cara los libros que su Alta Bondad entregaría gratuitamente a los alumnos pobres, ordenando suprimir este homenaje sultanístico que seguramente hubiera avergonzado a muchos salteños mediocres.
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