Nuestra ciudad de Salta se caracterizó, prácticamente desde siempre, por contar con casonas señoriales, muchas de ellas construidas honradamente y con buen gusto dentro de un estilo que fue imponiéndose como característico.
Casonas donde se amó, se eludió o sucumbió ante los pecados capitales, se tejieron alianzas políticas y matrimoniales, se vivieron las mortales alegrías y las mortales tristezas.
Pero también existieron casas misteriosas sobre las que circulaban leyendas de todo tipo, como por ejemplo aquella al píe del cerro San Bernardo habitaba por un señor mayor que, se decía, vivía solo y presa de manías que ahuyentaban a los precavidos y atraían a los curiosos.
En otra, ubicada en la calle Santiago del Estero, un ingeniero sin diploma regenteaba un curioso laboratorio para hacer llover. Algunas de sus maquinarias infernales estaban a la vista, de modo que sobre todo los niños de la época nos dábamos una vuelta para ver el espectáculo del ingeniero y sus artefactos.
En uno de los tantos pasajes de la Salta de antes, vivía un caballero solterón que adivinaba el futuro y al que frecuentaban las niñas y damas de las familias autodenominadas beneméritas. Concurrían, naturalmente, casi a escondidas pues las artes del caballero chocaban con la ortodoxia religiosa.
Ya en las afueras, una famosa curandera de todos los males de cuerpo, atendía a deportistas, escépticos de la medicina, vecinos pobres y gente variada que concurría a su casa oscura y bienoliente y salía siempre aliviada y risueña.
Y a unos kilómetros del centro, un próspero emigrante trajo de Europa, piedra por piedra, un austero castillo que todavía embellece el paisaje de la quebrada de San Lorenzo.
Hoy, las cosas han cambiado al influjo de la prosperidad que beneficia, por derecha o por izquierda, a algunos comprovincianos que, cumpliendo añejos rituales, deciden manifestar su bienestar construyendo verdaderos palacetes que pronto quedan grandes y llaman siempre la atención de los viandantes.
Mi curiosidad está centrada en una de estas bellas casonas de reciente factura, rodeada de muros almenados, de árboles incipientes, que en las noches de fiesta ilumina su generoso parque con luces de colores y que en los días patrios luce las banderas de reglamento.
Sobre el recinto circulan, como antes, las más variadas leyendas inverosímiles: que hay lagos venecianos poblados de yacarés, que tiene gimnasio, discoteca, usuina, helipuerto, zoológico, museo propios. Unas veces la envidia y otras la maledicencia están en el origen de tamaños rumores.
Pienso que las personas tienen derecho a vivir como quieran y honradamente puedan. De modo que este anecdotario me trae sin cuidado.
Sin embargo hay algo que me preocupa: el desprecio de muchas de las nuevas construcciones por las normas medioambientales, y el deseo de algunos propietarios de regar jardines homéricos y pistas deportivas (golf, polo, pato, futbol) en tiempos de sequía. Y hacerlo aun cuando para ello haya que romper tranqueras y dejar sin agua al resto de los mortales.
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