La calle Deán Funes de nuestra ciudad de Salta tiene, a mi entender y seguramente porqué nací y viví allí mis primeros 20 años, un sabor especial, profundamente salteño, vale decir, plural, abierto tanto a lo tradicional como a las novedades y herejías.
Pese al implacable crecimiento de los edificios altos y palacetes de mal gusto que reemplazan a las casas bajas y cargadas de historias de provincia, la calle mantiene su encanto, su elegancia y un cierto aire inocente que puede engañar a quién desconoce claves ancestrales.
En sus primeras seis cuadras, vivieron mujeres de talento, damas hermosas, señoras hacendosas unas y comodonas otras, hombres ilustres, pícaros irredentos, emprendedores exitosos, soñadores de todos los sueños, como aquel empeñoso minero siempre usurpado, trotador de tribunales.
Allí se sucedieron altercados pasionales, ensayos artísticos, duelos deportivos, asambleas sindicales, atentados terroristas, subrepticias reuniones políticas; allí nacieron conjuntos folklóricos, clubes de barrio, amistades y rivalidades eternas.
Vendedores ambulantes hindúes, sirios, vallistos, iraquíes e italianos traficaron frutas y verduras, helados y panes, relojes y peines, tamales y leche sin pasteurizar, higos y tunas.
Ciegos majestuosos tocaron timbres anunciando el inminente fin del mundo; gitanas de extraña belleza dijeron la buenaventura desafiando la maledicencia y lanzaron maldiciones horrendas a los donjuanes de barrio; nietos desagradecidos ofendieron a nobles abuelas; solterones elegantes cotejaron por años a repintadas señoras maduras.
En sus casas modestas o lujosas ejercieron sus oficios médicos, procuradores, "avenegras", circunspectos abogados, filatelistas esquilmados, escribanos, dentistas (algunos, con torno a pedal), fieles mucamas, cocineras, mecánicos, carniceros (como aquel que cortó de un solo tajo el dedo a una clienta impertinente), botelleros, mimbreros-guitarristas, fabricantes de pastas, traficantes de libros usados (que rebajaban los precios según el estado del lomo de los libros).
Funcionaron allí incluso un gran taller metalúrgico y la injustamente olvidada Oficina Simpson, que emitía moneda barrial y realizaba trámites kafkianos carentes de sentido y finalidad.
Las esquinas nocturnas y arboladas de nuestra calle Deán Funes, también sus largos zaguanes, eran escenarios de furtivos encuentros entre empleadas del hogar y militares sin graduación, pero también de jovenzuelos que se animaban a buscar amores inocentes y pasajeros en la cómoda cercanía de sus casas.
Las mañanas soleadas servían de marco a los paseos de gente ilustre, de sombrero y bastón, que circulaba sin rumbo fijo, silbando y deteniéndose a cada rato para saludar y conversar con el vecindario.
De entre estos ilustres vecinos o paseantes quiero hoy destacar a dos de ellos: a Don Guillermo Usandivaras, pintor de jerarquía cuyas obras han comenzado a exhibirse en nuestro Museo ubicado en la esquina de Belgrano y Sarmiento; y a Don José Hernán Figueroa Araoz, poeta y escritor de relieve.
Mientras el primero de ellos está recibiendo un justo reconocimiento con la exposición que comparte con el pintor Ignacio Colombres, los admiradores de la obra del segundo esperamos la reedición de su obra, que bien pudiera encarar la Fundación Atilio Cornejo, que está agitando sanamente el mundo editorial salteño.
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